Ahora que la mayor parte de la gente ya no lee literatura sino best sellers, hablemos de libros. La idea teórica de la biblioteca total fascinó a Borges, que la describió como inhumana y astronómica. Otro genio, Aldous Huxley, la imaginó como la obra de seis monos tecleando al azar en otras tantas máquinas de escribir hasta que todos los libros posibles terminaran saliendo de ellas aleatoriamente, aunque fuera después de esperar varias eternidades. No sé si ellos reflexionaron sobre si es más necio el que siempre dice voy a releer para connotar que ya lo ha leído todo o el que no conoce a nadie a quién citar y a cada paso apostilla como yo digo. Otros se inventan las citas. Estoy esperando a la médico de mi barrio y un tipo les dice a varias señoras que tiene tan mala suerte como dice el principio de Peter. Me molesto en cruzar la sala de espera para decirle delante de su audiencia “La ley de Murphy, caballero, de Murphy”.
No sé si alguien se ha parado a pensar que, salvo excepciones honrosas, los libros del siglo XXI los escribe cualquiera. No hay exigencia de cualificación para el autor, como tampoco para diputado o maestro. Se cuelan individuos aptos, pero por un error del filtro del sistema. Tomas el vermú con un vecino escayolista y te comenta que está escribiendo un libro. Te suelta tres deques y luego te dice que la obra versa sobre el bosón de Higgs, porque en Internet hay información sobre todo. O sobre el síndrome bipolar o sobre el penar de los kurdos. El libro se vende seguro si el escritor aparece habitualmente en televisión, con lo que parte del fondo editorial termina reproduciendo la estupidez de las tertulias. Publicar un libro o aparecer en una es lo mismo: sólo tienes que escribir o hablar sobre lo que desconoces, en el segundo caso quizá recibiendo consignas políticas. Triste destino el de un pueblo que necesita contertulios para saber lo que debe opinar, sobre todo viendo que casi todos están encaramados en un extremo. Los periodistas deberíamos opinar sobre nuestro tema, no sobre lo que salga ese día. Ortega decía que los españoles no opinamos, sino que nos contagiamos. El maestro recomendaba ponerse en los debates del lado de las minorías. Para documentar algo en los informativos de la tele sirve cualquiera también, de tal suerte que ha cobrado importancia capital la figura del vecino como fuente. Y la tele emite lo que dicen los vecinos para que lo reciban millones de personas:
– ¿Cómo eran los del entresuelo derecha?
– ¿Los de abajo? ¡Unos chicos majísimos, muy atentos!
– Pues eran los del comando Madrid: ochenta muertes desde 1980.
– Pues sonreían cuando sacaban la basura la echaban bien dentro del cubo…
La cualificación ha muerto. Algunos cazatalentos te recomiendan que quites un máster del currículo: “Si no, no te cogerán nunca”. Los superdotados que han hecho el test ocultan su condición en las entrevistas de trabajo. Las televisiones británicas publican diez veces más ofertas de empleo que las nuestras porque las españolas tienen al candidato elegido antes de empezar: para qué van a perder el tiempo poniendo anuncios. Si alguien consigue optar a un puesto a través de los criterios anticuados de mérito y capacidad a pesar de todo, inventamos la figura del asesor. La definición de asesor es similar a la de contertulio: “Persona que gana mucho dinero opinando sobre lo que desconoce y es elegida mediante un criterio discrecional, generalmente político”.
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