Un país meridional del Norte era conocido en todo el planeta por los errores de su Administración y la desidia de sus trabajadores. Un día, un tren descarrilaba matando a setenta y nueve personas y, al año siguiente, un virus mortal de futuro incierto se colaba en Europa a través de su frágil sanidad. Más que evitar estas tragedias, a la gente le importaba adjudicárselas al enemigo: el ciudadano estaba ocupado en poner etiquetas y sabía siempre qué calificativo aplicarle al oponente sin necesidad de conocerlo siquiera. Muchos de la orilla izquierda llamaban fascistas a tres de los cuatro diarios de Madrid, que jamás habían leído. Excluían precisamente al presidido por un antiguo falangista director de informativos de RTVE con Francisco Franco, que tenía prohibido publicar la palabra gitano y defendía lo políticamente correcto, fuera justo o no.
En la práctica, fascista significaba conservador, voz que prácticamente había caído en desuso porque los propios conservadores renegaban de su raíz y decían ser populares. Afortunadamente uno no podía ser fascista, pero sí podía blasonar de ser comunista, con el reguero de decenas de millones de muertes de China o de la Unión Soviética de Stalin. Los oficialmente populares (popular sólo significaba oficialmente perteneciente al pueblo) habían perdido la batalla del lenguaje cuando habían arrumbado en el desván la palabra derecha. Nadie era de derechas; sólo había izquierda y centro. Como un campo de fútbol con una portería y centro, pero sin la otra puerta. Y sin el niño de Andersen que gritara que el emperador estaba desnudo y despertase a aquella sociedad narcotizada. Los azules no eran los buenos en ninguna película, pues también en el cine habían perdido la batalla de la imagen. Los rojos habían perdido la de los fusiles y ganado la de la opinión pública y los conservadores se habían adherido a sí mismos aquella pegatina de populares, que paradójicamente tan bien les había funcionado a los partidos socialistas y comunistas del Frente Popular antes de la Guerra Civil.
Les costó décadas, pero los azules fabricaron un día un término con tanta carga de desprecio como facha: el cáustico perroflauta. La palabra no estaba en el Diccionario oficial, pero su uso era cotidiano y Fundéu aseguraba que el término se utilizaba despectivamente para referirse a cualquier joven con aspecto desaliñado. Lo de joven estaba bien traído hasta el punto de que los perroflautas mayores tenían su propio sustantivo: yayoflautas. Desde luego, nadie había leído el programa electoral de los salvadores del mundo y además faltaban elementos para la descripción del referente perroflauta. El primero era su cabreo sempiterno con la situación del país, independiente de que él mismo hubiera aportado algo para mejorarlo o no. Los progresistas y los adalides sindicales no se dedicaban a producir riqueza, sino a repartir la que producían otros a los que criticaban. El segundo elemento descriptivo era la ideología, aparentemente enmarcada en la izquierda, pero mucho más identificada con la línea tradicional de que cuanto más disparatada es una causa, más fanáticos eran son sus seguidores o más desesperados están. Se conocían muchos defensores de las dictaduras venezolana o norcoreana, pero pocas asociaciones a favor de Dinamarca u Holanda, lugares infernales donde, como se sabía, se vivía muy mal.
Un tercer asunto a calibrar era la gran verdad del principal partido perroflauta: sus dirigentes no eran responsables de corrupción… ya fuera porque eran honrados de verdad o porque hasta hacía poco no habían tocado poder. Y cuarto, su doctrina sobre el problema más importante de aquel pequeño país, el paro: “Empleo vitalicio para todos, independientemente de que rindan o no”. Una sociedad sin despido salvo en empresas con pérdidas y con el principio omnipresente de “aquí todos ganamos lo mismo”, que sonaba muy musical aunque matase la creatividad y el progreso. El ciudadano estadounidense medio creía que el paro se atajaba creando empleo y el de aquel país meridional pero del Norte, que eso se conseguía prohibiendo despedir. Algo así como prohibirle al virus del ébola que pasase mirándole severamente a los ojos.
Los grandes partidos seguían preguntándose la razón del apoyo popular masivo al nuevo PPF (Partido Perroflauta). El error en el análisis estaba en que la propuesta del recién llegado no era izquierdista, sino profundamente española: eliminar el despido. El día que se analizase la raíz franquista y sindical del PPF estallarían muchas sorpresas.
Mañana analizaremos el llamado dogmatismo del perroflauta: se puede saber lo que el PPF opina sobre algo veinticuatro horas antes de que eso ocurra.
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