Mi abuela se paraba ante una pescadería de Las Ventas, escupía un “¡Parece que hace buen día!” o un “¡Ya es la una y lo tengo todo manga por hombro!” y hacía un barrido con la mirada para pescar también alguna contertulia entre la concurrencia. Siempre conseguía pegar la hebra con alguna desconocida. Ellas formaban el noventa por ciento de la parroquia de los comercios. Por eso siempre preguntaban “¿Quién es la última?”. No había nacido Bibiana Aído, que recibió la Real Orden de Carlos III tres años antes que Suárez ni, con ella, el barbarismo miembras. Cuarenta años después, mi respuesta es la misma cuando las señoras preguntan sólo en femenino:
– ¿Quién es la última?
– Servidora.
La señora en cuestión queda un poco corrida o incluso pide disculpas. La cola que se forma repitiendo la pregunta “¿Quién es la última?” sirve para que, después, las señoras se la salten. Siempre es la otra la que se ha colado. La que protesta dice “No, si a mí me da igual una antes que una después, pero…” Entonces se pone como una hidra y araña a la otra.
Corrían los ochenta. Del siglo pasado. El eje de la vida en el mercado era el interrogante “¿A cómo son?”. Jamás “a cuánto”, que parecía lo lógico. La abuela señalaba los boqueroncitos e interrogaba al pescadero con desconfianza:
– ¿Son buenos?.
El pescadero contestaba: “Sí, señora, los mejores”, aunque los peces tuvieran los ojos vidriosos desde Año Nuevo. Cuando llevaba veinte años escuchando que eran muy buenos, empecé a sospechar con sagacidad que la respuesta era automática e independiente del escenario real. La abuela ignoró mi objeción y siguió preguntando. Aquel señor envejeció jurando sobre las tripas del pescado. Lo apodé, lógicamente…
…Ordenalfabétix. En la tiendecita de al lado, mi tía abuela la de los lapsus pidió un día “dos chorras y cuatro purros” para llevar. Llevarse dos chorras era mucho. Tres hombres salieron del puesto para retorcerse de risa. Un día…
(Continuará pronto).
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