Más real que la existencia. El sentimiento de una madre que se preocupa por sus cuatro hijas y, sobre todo, por su vida interior: “Tened cuidado con los tampones, que vosotras todavía sois solteras”.
Orfebrería lingüística que realmente nació con la abuela, que le dice al protagonista: “¿Cómo voy a ser racista yo, cariño? Suficiente tienen los negros con ser negros, los pobres…”. El nieto, aún adolescente, va por la vida anotando todo lo que ella dice en folios con la marca de agua de un galgo que después guarda en una carpeta azul sujeta por unas gomas cruzadas. La abuela también utiliza, quejándose de la inapetencia de su hijo, la sonora superposición pronominal “Yo mi Jesús no me come nada. No me come más que plátanos”. En el cuenco de Duralex de color beis de la ensalada suelen sobrar cada domingo un troncho de lechuga y unos trocitos de cebolla, así que la buena mujer pasa sesenta y un años de su vida familiar repitiendo al final de esa colación la amenaza rotunda “¡No vuelvo a hacer ensalada!”. No vuelve a hacerla hasta el siguiente domingo.
En general, una madre arranca su producción de psicodrama amenazando con la frase “¿A que tengo que ir yo a buscarlo?” o intentando remover conciencias infantiles con el venablo clasista “¿Tú te crees que yo soy tu chacha?”, que jamás surte efecto.
Si el niño arguye que su tabuco está desordenado porque “éste es mi cuarto”, ella se trasmuta en la hermana mala de Cruella de Vil, se come un par de dálmatas y, escupiendo los huesecitos de los canes mientras sonríe con cinismo, susurra “¡No, éste no es tu cuarto, cariño: ésta es mi casa!”. Por su parte, la abuela no utiliza la voz habitación sino la muy hermosa alcoba…
(Continuará)
Más vida en @rafaelcerro
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