«Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes». Imagino que la frase les suena, tanto como el Principio de Peter que es estudiado en gestión, básicamente empresarial e ignoro por qué no política. Donde más se ajusta como un guante, precisamente, el axioma por el que todos tendemos hacia nuestro nivel de incompetencia cuanto más alto nos sitúen o lleguemos. Aunque, como siempre, nihil novum sub sole, o lo que es lo mismo, ¡tó está inventao! Y la frase inicial no es del canadiense doctor Laurence Johnston Peter, sino del madrileño don José Ortega y Gasset. Pero el trasunto es ya un clásico, y es que cada quién tiene que ser muy consciente de hasta donde puede llegar o no. En mi caso, tras cubrir un par de veces el cross del colegio por el barrio (quise decir, que llegué en el puesto sopotocientos, pero llegué), supe que también había llegado a mi nivel máximo, y lo más cerca que estuve de una Maratón fue a los pies de la estatua de Leónidas en Grecia, brindando con vino resinoso del Ática por su sacrificio.
En política, que también es cosa que nos viene de esa Grecia clásica, desde luego el famoso Principio cumple muy bien ese enunciado de que «la nata sube hasta cortarse». Y desde luego, en política española, aquí no se corta nadie por más incapaz que pueda ser en el cargo. Y digo en el cargo. Porque más brillante expediente académico que el ingeniero aeronáutico y astronauta de la ESA, don Pedro Duque, pocos. Pero eso no le hace brillante en todos los campos. Y en los de la comunicación y la gestión, parece claro que no lo es. Tampoco espero que sepa tirar penaltis como Panenka o que haga unos Dry Martini como los que hacía Chicote. Y de este modo, un hombre capaz y competente, puede llegar a no serlo, como cuando yo me pongo a preparar paella, que me sale literalmente asquerosa, pese a ser hijo de valenciano.
Peor es cuando nos encontramos con el efecto Dunning-Kruger por el cuál hay no hay inocencia en creerse capaz de hacer lo que Salmantica non praestat, sino que se cree uno dotado de los más grandes atributos en detrimento, para colmo, del de los demás, a los que considera obviamente, por debajo de su persona, pobres parias. Y como dije, nada nuevo hay sobre lo que un clásico no lo haya dicho antes. Lo que los profesores Justin Kruger y David Dunning plantearon en la Universidad neoyorquina de Cornell en 1999, ya fue anticipado por el inglés Charles Darwin en 1871: «La ignorancia genera confianza más frecuentemente que el conocimiento». Y es por eso que el pagado de sí mismo sobreestima su propia capacidad, y desde luego no necesita las habilidades de quienes sí que pueden saber al respecto. Lo que en castizo significa, que no es que ya se corten (como con Peter), sino que se sobran.
Lo que más miedo me daría es que, y siguiendo con este repaso a la ciencia empresarial, nos encontremos en España con lo que se conoce como Principio de Dilbert, donde se afirma que «las compañías tienden a ascender sistemáticamente a sus empleados menos competentes a cargos directivos para limitar así la cantidad de daño que son capaces de provocar». O lo que se decía en España de toda la vida, aquí hasta al más tonto le hacen ministro (¡y no me estoy refiriendo a nuestro Gobierno, Dios me libre de tal ofensa!). Pero es lo que tiene la democracia. O como dijo el presidente Zapatero en 2011 en Túnez: «¡No sabéis cómo se puede disfrutar de la democracia! En mi caso llegué a ser presidente del Gobierno». ¿Acaso el PSOE está llevando a cabo algún tipo de experimentos con sus líderes? ¿Está buscando la fórmula de un nuevo Prometeo que traiga la luz para iluminarnos? El problema es, como contó Mary Shelley en su libro, o Mel Brooks en una impagable comedia, cometamos un error, y acabemos creado un monstruo. Y salga la cosa a… normal. No sé si me explico… Pero para la Nueva Normalidad que se nos viene, mejor seguir leyendo al bueno de nuestro Baltasar Gracián, cuando dijo aquello de «Errar es humano, pero más lo es culpar de ello a otros».
Creo que voy a ponerme a tocar un rato el violín. No será como Frau Blücher en la peli citada, ni servirá de nada, pero al menos a mí me calmará. Más que darle a una cacerola. Créanme. Pero haga cada cuál lo que crea conveniente. Esto es una democracia, ¿no?
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