Cuando hablamos en nuestro lenguaje cotidiano de «cortesanas», o bien pensamos en las francesas (no sé a qué viene esa fijación o complejo con las bellas galas), o bien en las romanas (de la época de Augusto, no de Sorrentino). Pero nunca en las españolas.
Y puestos a ello, lo primero que hemos de precisar es lo que se entiende por «cortesana» para justificar el jardín en el que me voy a meter. El DRAE, en su actualización de 2019, nos encontramos con la acepción del término refiriéndonos a «dama cortesana». Y, dentro de ella, a «ramera de calidad, concubina». En la séptima acepción de la palabra la define como «mujer de costumbres libres». Pues bien, a mí con todo respeto, estas definiciones se me antojan estrechas y, puestos a elegir, elegiría la última, pues de ello no hay duda, pero aún así faltaría algo.
Ese algo es el hecho que la cortesana, además de desempeñar cerca del rey, valido o ministro de turno el papel que todos pensamos de manera machirula, generalmente también ejercía una influencia. Estando como estamos en la Corte, esa influencia era, naturalmente, política. Y esto es lo que no recoge el DRAE de manera clara.
Además de esta dificultad de conceptualización y ciñéndonos a las “cortesanas” cercanas a la más alta institución histórica, la Corona, hemos de añadir lo ya dicho por el ilustre Carlos Fisas en su divertido libro Las anécdotas de los Borbones (Ed. Planeta): «Desde la impenitente actitud oscurantista de nuestra historia, que siempre ha procurado ocultar la entrega de los reyes en brazos de sus amantes, como si las debilidades de la carne fuesen incompatibles con la aptitud política, resulta prácticamente imposible reseñar una nómina completa de las distinguidas por los favores reales».
Partiendo de esta base intentaremos dar un brevísimo repaso a una bien conocida de mi señor natural como Espía Mayor en el Palacio sanlorentino en el que sirvo. Una mujer que, gracias a sus argucias femeninas (pensamiento señoro) o a su aguda inteligencia (pensamiento feminista), y muy posiblemente por ambas combinadas (pensamiento lógico), influiría en la vida política de su tiempo dejando su impronta en nuestro país sin ser, por supuesto, reina del mismo (aunque a lo mejor sí reinara en el corazón de su rey).
En el reinado de Felipe II, en materia de escarceos románticos también fue prudente, aunque sin embargo la intervención de una cortesana en el amplio sentido que le dimos al principio, habría una excepción. Se dice que fue amante del Rey o que, al menos, éste la pretendió y recibió calabazas, razón por la que, al final de su vida, la trató muy duramente. Nos referimos a la tuerta pero bella Ana de Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli.
Mientras que no es probado ni su relación ni su negativa a ella con el Rey, sí lo es que tuvo amores con el secretario traidor, Antonio Pérez, quien fue acusado del asesinato de Juan Escobedo, secretario, a su vez, de don Juan de Austria, por haber descubierto ciertos tejemanejes de Pérez con los holandeses, todo ello envuelto en una complicada trama de intrigas políticas por la sucesión del vacante trono de Portugal. Parece probable que la de Éboli, si no intervino, sí conoció de primera mano lo uno y la otra.
El asunto tuvo su gran trascendencia, pues Pérez huyó poniéndose bajo la protección de las instituciones del reino de Aragón, lo que obligó a Filipo a solicitar la intervención del único tribunal contra el que ninguna institución se enfrentaba: la Inquisición y al final, en su cólera, decapitar al Justicia Mayor de Aragón, don Juan de Lanuza.
Si el rey encerró a la de Éboli en el Torreón de Pinto primero, en Santorcaz después y definitivamente en el Palacio Ducal de Pastrana, más parece que fuera debido a la ira regia por la traición que a celos de amante despechado. Pues una traición difícil es de perdonar y no lo veleidoso de un músculo que late por tantas cosas. Pero no cabe duda que una mujer puso en jaque a nada menos que el rey más poderoso de su tiempo. Y no fue la hereje Isabel Tudor que, como buena cuñada que fue, no hizo sino aumentarle la gota. Pero doña Ana, bien pudiera ser que le tocara el corazón… y también hiciera tambalear el más grande Imperio conocido. Que las españolas han sido de siempre, de las que han visto más con un ojo, que un hombre con dos.
Y se me perdone el inevitable chascarrillo.
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