«Nos toman por locos o por héroes, dos clases de imbéciles que se parecen bastante». Así decía Athos, un mosquetero que guarda un secreto cruzando su acero por causas imposibles, y lo intenta olvidar con vino de Anjou (siempre que no haya de Champagne). Locos y héroes como todos aquellos que han decidido dedicarse a la cultura. Que se lanzan a una aventura sabiendo que lo más normal es que su empeño sea vano. Su hacienda quede mermada. Sus sueños, rotos. Y aunque ya dijera Robert Louis Stevenson que lo que hay que amar es tu trabajo, «por encima del éxito o la fama», no todos somos unos «elegidos de Dios», y soñar siempre es gratis. El aplauso sobre las tablas al caer el telón. El terminar viendo como el polvo de la resina sale como estrellas entre el arco y las cuerdas de los violines en ese silencio previo al estallido de los ¡bravos! El mensaje de un lector agradeciendo lo que dejó de ser tuyo cuando salió tu obra para quedar en los anaqueles, como cachorrillos moviendo la cola para llamar tu atención y le adoptes y lleves a casa… A veces sólo eso ha merecido la pena el esfuerzo.
En tiempos de tribulación, sólo la cultura ha quedado como la balsa donde refugiarse tras el naufragio. Como el refugio ante la tormenta. Por eso las distopías mas terribles siempre las plantean en mundos donde ya no hay arte. Considerado siempre decadente por los detentadores del poder. Por quienes se convierten en negrolegendarios inquisidores dispuestos a expurgar todo aquello que pueda volverte loco… o cuerdo. Y convertirte en héroe. Por eso la simple del ama de don Alonso Quijano pide rociar bien con el hisopo la sala donde están los libros causantes de haber convertido al hidalgo, nada menos que en el caballero don Quijote de la Mancha, el de la Triste Figura, el de Los Leones. Y tiene miedo de que «no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten». ¡Al fuego con ellos! A la temperatura en que arda el papel, como es la de los 233º Celsius, o lo que en otra escala, sería Fahrenheit 451.
Sin embargo, muchos queremos ser encantados. Y nos encanta tal encantamiento tanto, que no hacemos sino buscar más material con que encontrar ese nuevo grial que te lleve a luchar con la espada y el ingenio, como Enrique de Lagardère; beber ron en una posada de Jamaica; enamorarte de la princesa Flavia aunque sepas que no te corresponde a ti amarla, querido Rudolf; vislumbrar que «¡por allí resopla!» viendo a barlovento una joroba blanca; o sabiendo que «todo mal tiene dos remedios; el tiempo y el silencio», como bien sabía Edmundo Dantés. Y no hay mejor venganza que vencer la más cruel adversidad, aunque tengas que llorar. Pues a veces esas lágrimas derramadas por la pérdida de un ser querido evitarán quedarte ciego, como podía contarte un correo del Zar llamado Miguel Strogoff.
Como Espía Mayor, bien saben que una de mis estancias preferidas es pasear por la inigualable biblioteca sanlorentina del Real Sitio. Ver la firma de Teresa de Ávila, o intentar torpemente sacar en mi cabeza la música escondida en las Cantigas de Santa María, las originales en manuscrito, puede que alguna de la mano de uno de sus autores, el deceno Alfonso, apodado el Sabio. ¡Tanto que leer y tan poco tiempo! Como se quejaba en su lecho de muerte el bibliófilo don Marcelino Menéndez Pelayo. Y recorro anaqueles una y otra vez admirando sus dorados cantos. Y en ese paraíso, me dejo llevar por los duendes y trasgos escondidos, que dijera el ama quijotesca, para pedirles como en susurro: ¡convertidme también en loco o en héroe!
Así, tal vez fuera ensoñación el toparme en tan fetiche lugar con, quién sabe si un súcubo literario, quién si con un hada como la Dama del Lago. O tal vez, el secreto de un espadachín que lleva en su mente su nombre sin citarlo, como si al hacerlo conjurara su ausencia definitiva. La llamaré, Milady Z, pues en sus manos veo que lleva precisamente, libros con los que marear vientos, rescatar prisioneros, o conseguir una gema azul. Cuando este confinamiento en el cual, como escribe el autor de Beau Geste «no somos más que las víctimas indefensas de las consecuencias de los actos ajenos», me lanzaré a mi librería de barrio, y a otras favoritas donde me esperan tan fieles amigos, para hacerme con más aliados por si hubiera, quién sabe, más confinamientos que no serán absurdos si mientras dure, mientras pase, puedo seguir el consejo de un padre gascón a su hijo antes de partir: «No temáis las ocasiones y buscad las aventuras».
Aprovechemos la ocasión, por adversa que sea, para vivir esas aventuras en todos esos viejos amigos que un día adoptamos y a tantos no les hicimos el caso que se merecían, y celebremos en la primera salida de nuestros hogares sin miedo, el poder mirar el sol fuera de cuatro paredes, tomar un vino que no sea acompañado de una pantalla, y poder ir a por nuevas andanzas que sólo muchos podremos vivir en ellos: en los libros. Y carguemos contra Pentapolín el del Arremangado Brazo, o naveguemos rumbo a los mares del Sur. Mas excusadme. Milady Z me espera. He de decirle que esté tranquila, pues no soy el conde de La Fère…
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