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Blogs Notas del Espía Mayor por Javier Santamarta del Pozo

¿Dónde vas, Juan Carlos I?

¿Dónde vas, Juan Carlos I?
El rey Juan Carlos cada vez más Alfonso XIII, por Ricardo Sánchez «Risconegro»
Javier Santamarta del Pozo el

Ya sé que la canción tiene por rey protagonista a Alfonso XII, triste de ti. Pero para su bisnieto le va a venir pintiparada. Amén de la analogía que no voy a tener más remedio que hacer, entre el absurdamente llamado «emérito», con el hijo de aquél. Con el Treceno Alfonso. Que pasará a la Historia como «el Africano». Y que marcharía al exilio con más pena que gloria para los españoles. La Historia, ya se sabe, suele repetirse, aunque según Marx (Carlos), la primera vez como tragedia, y la segunda como farsa. Cuando Alfonso XIII se marcha para evitar un conflicto que se vio al final, inevitable, entre españoles, quedará marcada como un final ignominioso para un reinado lamentable. Guerras de África (que le valdrá su apodo), connivencia con una dictadura militar y con gobiernos militares como el de Miguel Primo de Rivera o el general Dámaso Berenguer… Y los aspectos positivos que pudo haber en un reinado de 46 años, quedaron olvidados.

Emilio María de Torres (en el centro, señalado con una x), secretario particular del Rey, en su despacho en mayo de 1917 – ABC

Uno de los episodios que más sorprendieron del libro Siempre tuvimos héroes, fue el que daba a conocer su nombramiento como candidato a Premio Nobel de la Paz en 1917. La creación, durante la terrible Gran Guerra o Primera Guerra Mundial, de la llamada Oficina Pro Cautivos, fue un hito personal del monarca, logrando ayudar a no menos de 200 000 personas. Repatriación de militares heridos graves o enfermos; búsqueda de desaparecidos, con 250 000 informes redactados; decenas de indultos logrados para condenados a pena capital; 2.600 informes sobre los campos de concentración… Una labor ingente hecha con medios bastante limitados, y pagados por el propio peculio del Rey. Su reconocimiento internacional, independientemente de los bandos en conflicto, fue abrumador. La llegada a Francia tras el exilio en loor de multitud, recordando los franceses tal labor humanitaria del «rey republicano». Sin embargo, en España su recuerdo es el de un cobarde de gustos caros, mujeriego y pornógrafro.

Y es que, como cualquier creador sabe, da igual que se trate de una novela, una obra de teatro, una película… o la vida de alguien, lo importante no son los principios necesariamente, sino los finales. Y hacer arranque de caballo para acabar haciendo parada de burro, como sabiamente nos dice el refranero popular, como que no deja buen sabor de boca. Y en estas estamos con don Juan Carlos (lo de I va de suyo, porque no ha habido un II), que de ser llamado por Santiago Carrillo como «el Breve», tras casi cuarenta años de reinado, con una transición de un régimen autocrático a uno democrático; tras años de terrorismo y de intentos de golpes de Estado; tras haber dejado consolidado España como una de las democracias plenas reconocidas en el mundo… resulta que entre elefantes, amantes y problemas con la Hacienda pública, veremos cómo acaba la cosa.

Pues, aunque abdicara en su hijo, Felipe VI, y éste haya demostrado con creces estar a la altura de las expectativas de un Jefe de Estado de una Monarquía Parlamentaria y Constitucional, cuya legitimidad se basa en haber sido proclamado ante las Cortes Generales, donde queda representada la soberanía nacional, resulta que la situación de su egregio padre está haciendo que la institución se esté poniendo en entredicho. Lo que, en este santo país en que se han ido igualmente reyes y presidentes de república con un hartazgo de gónadas literal; en que por un ponme o quítame en el trono nos hemos dado la del pulpo tres veces en el XIX, y de regalo un extra bonus en el XX, creo yo que estaría bien empezar a poner prudencia. Por parte de todos. De todos. Insisto.

Porque seamos serios. Lo de que si caza o no un Jefe de Estado, y ponernos como damas decimonónicas gritando «¡las sales, las sales», me parece exagerado. No sabía yo que en las democracias se hacían impeachment de esos por gustarte tal cosa que, por cierto, es tema jartible en el Museo del Prado de nuestros reyes. O de Theodor Roosvelt. O de Putin. Pero bueno. El escándalo es algo que gusta a esta postmodernidad crudívora adanista. Lo de las amantes, me dirán ustedes que también, pero que no estamos en la Edad Media, y a ver si vamos ahora a defender el derecho de pernada. De primeras, que esto último jamás existió como se nos cuenta. Y de lo primero, pues que estamos de un puritano, que me veo con un tocado de los pioneros del Mayflower el día menos pensado. No seré yo quien defienda el adulterio, pero siempre me ha interesado más en los políticos los temas de honradez (de caderas para arriba), que de honestidad (de caderas para abajo). Y aquí es donde llegamos al tercer problema.

Que parece que, aparte del tema de la honestidad, parece que la presunción de honradez cada vez está teniendo menos posibilidades de defensa. Lo que hace un daño tremendo a un trabajo magnífico de décadas por un quítame allá una declaración de Hacienda mal hecha (unos milloncejos por viajes privados), o por unas comisiones que parece cosa poco ética cuando se cobra por mor de tu cargo, y queda poco claro la transparencia fiduciaria de las mismas. Lo que me hace llegar a la gran pregunta que tantos españoles nos hacemos. En serio, Majestad, ¿qué necesidad había?

Porque, y vuelvo a Alfonso XII, siempre me ha parecido definitorio de este pueblo ácrata que es el español, aquella anécdota plasmada en la película de 1958 de Luis César Amadori, con un Vicente Parra magistral haciendo del Borbón. Es en la que se ve la entrada triunfal de vuelta del exilio de Alfonso tras el Pronunciamiento de Sagunto que la provocó, con un ciudadano encaramado a una farola desgañitándose a los gritos de «¡Viva el Rey!, ¡viva el Rey!», a lo que otro de los presentes le dice: «No grite tanto que se va a quedar afónico». Y a lo que el aparentemente entusiasta monárquico le responde: «¡Quiá, más grité cuando echamos a la madre!».

¿Dónde vas, Juan Carlos, dónde vas, triste de nosotros?

 

 

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