El sonido de la voz de Carlos Cano es una corriente de estancia en penumbra entre puertas abiertas de patio andaluz. No duele ni deja indiferente, no irrita ni exalta, tampoco adormece. Es más vela que duerme, aunque ensueña.
Carlos Cano se atrevió a lidiar con un toro bravo de verdad, desde el tango gardeliano a la copla nefertítica de Rafael de León, desde el vals al fado, hasta la tonadilla del maestro Quiroga, ahí le tenemos, de hilo de oro y seda engalanado, el último de los trovadores de Andalucía.
Cuenta la historia que Carlos Cano llevó un cuadro, con la letra, al hermano del difunto, al bar que regentaba. La canción era “María la portuguesa”, una historia de las de leyenda becqueriana, de un hombre al que han disparado por pescar en los lindes del Guadiana, donde no debía, y una mujer que persigue el féretro parapetada en un gran ramo de flores blancas. No le dejan subir al transbordador, pero no vacila y se planta al otro lado, siguiendo el cortejo. Solo se sabe que su nombre es María. Nadie quiere saber nada de esos amores espurios. Nadie, excepto María la portuguesa.
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