En octubre de 2014, tuve la oportunidad de conversar largamente con Enrique Múgica en su casa verde, invadida cada rincón por libros y recuerdos. Y de fotos que no tenía ningún reparo de que le hiciera capturas con el móvil. En una de ellas, está junto a su hermano. Hoy se cumplen 20 años de su asesinato.
A Fernando Múgica le acecharon desde un portal, salieron a la acera tras su paso y el de su hijo y le dispararon por la espalda en la nuca. En su velatorio en la Casa del Pueblo de San Sebastián, Enrique, con voz entrecortada, leyó en su memoria una carta: «Ni olvido ni perdono a los asesinos».
Para él, como para su familia, el tiempo ha consolidado sus palabras. «A ETA lo que más le duele es que sus presos estén dispersos» –y marcaba un silencio profundo–.
¿Y a usted le duele la muerte de su hermano? –le pregunté–. «No me arrepiento en absoluto de esas palabras. Fui el ministro de la dispersión, y creo que hay que seguir con ella. Disuélvanse ustedes de una puñetera vez, entreguen las armas, pidan perdón, y desde el cumplimiento de la ley puede haber comunicación. El delito nunca puede ser gratuito. A mí eso de que si te dan en una mejilla, pon la otra, ni hablar».
Antes de volver a quedarse callado pensativo, Múgica lanzaba un consejo: «Mientras existan sujetos que manifiesten su apoyo al terrorismo como expresión política, el Estado tiene que estar vigilante».
Actualidad
