Carles Puigdemont está entre «ser o no ser». Igual que buscó una vía de confrontación para imponer en el Parlament una declaración de independencia simbólica a través de una nueva legalidad ilegal, juega a encontrar la fórmula de ser investido presidente sin pisar Cataluña. Tiene el beneplácito de Roger Torrent, presidente de la Mesa, como de la mayoría secesionista de la Cámara para maquinar el truco que mantenga la realidad catalana en un agujero negro.
Por esa senda, sigue dando lecciones de democracia allí donde le ponen un micrófono. Menos mal que no todos se prestan. La profesora experta en la Unión Europea Marlene Wind le arrinconó en su charla en la Universidad de Copenhague centrando las preguntas en sus contradicciones. «¿La democracia es sólo los referendos y votar o también el respeto a la ley y la Constitución? ¿Acaso es porque Cataluña es la región más rica y sólo le interesa deshacerse de los más pobres? ¿Quiere balcanizar España?» Tan sólo le faltó rematarle con un elocuente «algo huele a podrido en Dinamarca».
Y no. Puigdemont no es Hamlet, aunque haya decidido hacerse el loco. Sus monólogos enfatizando que en España no hay democracia ni tienen profundidad ni se sostienen. Su verdadera contradicción es no afrontar su decisión unilateral cuando estuvo en su mano que tomara otra deriva. Sigue queriendo ser el héroe explotando su papel de víctima del «Estado español franquista», cuando ya tiene la exclusiva el gladiador Oriol Junqueras desde Estremera. El energúmeno que le insta a besar la bandera española llamándole antes «Puigdemierda» le carga de razón en su sinsentido.
A toda costa quiere imponer una realidad virtual en forma de República donde él sería el presidente legítimo convertido en un holograma, como ese personaje histriónico del Enano Rojo compañero del último humano vivo del universo. Puigdemont es igual. Habita en su propia galaxia. A los guionistas de la serie danesa Borgen nunca se les hubiera ocurrido semejante trama.
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