Mariano Rajoy irá el próximo 30 de agosto a una investidura fallida. Sabe que tiene que pagar el peaje de ser derrotado. La cuestión es que si suma 170 diputados, a falta de 11 abstenciones, el debate será su primer acto de campaña electoral. Será su dulce derrota. «A una sesión de investidura no se puede ir sin la certeza absoluta de que uno puede ser investido».
En su cara antes de empezar la rueda de prensa, luciendo media sonrisa, demostraba su seguridad, dejando patente el gran error de su asesor, Pedro Arriola, escondiéndole detrás de un plasma.
Ahora Mariano está en su salsa. De tantas caminatas, ya no está agarrotado y se recrea con soltura en su reflejo en el espejo: más gallego todavÃa, ambiguo hasta la extenuación, socarrón y faltón con los periodistas. Para él, aceptar las condiciones de Ciudadanos no significa que se digne a comentarlas punto por punto.
Eso de la corrupción le parece a Rajoy «un análisis de etapas superadas de la historia». Cuando todavÃa falta que el auto de un juez sea firme y siente al PP en el banquillo por destrucción de pruebas, que arranque el juicio del caso Gürtel el próximo 4 de octubre, o que fije la Audiencia Nacional la fecha para «Los papeles de Bárcenas», cuyo primer hecho es que existe una contabilidad «B» en el Partido Popular durante 18 años.
Para conocerlo un poco más hay que analizar cómo ha sido refrendado por su partido en el Comité Ejecutivo Federal, como si hubiera sido bendecido con el botafumeiro. El Comité fue sólo un trámite, una demostración de fuerza. Unilateral, sin matices. Nadie le tose. Nadie le cuestiona. Rajoy en el PP no es una lÃnea roja. Lo escuchan como si fuera un oráculo.
Ese oráculo ha predicho la fecha de las terceras elecciones, si la presión sobre el PSOE no surte efecto. El 25 de diciembre. ¡Fum, fum, fum! La jornada de reflexión entre langostinos y el discurso del rey, ni Berlanga.
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