El nuevo protocolo del vestido. Quizás desde que la mismísima Coco Chanel comenzase a utilizar bisutería fina allá por los años 20, las perlas y las piedras preciosas empezaron a convertirse en lugar común en los atuendos femeninos.
Coco, que había visto cómo la aristocracia europea se engalanaba con maravillosas colecciones de joyas, había decidido crear sus propia versión de abalorios y collares. La niña pobre salida del hospicio de Saumur, comenzó a vender sus lineas de “charcutería fina” – Marujita Díaz dixit- en sus tiendas de París y Deauville. Como le gustaba explicar, no concebía tener que gastar enormes cantidades de dinero para ir favorecida.
La generalización del uso de las joyas “tradicionales”, en su versión verdadera o falsa, homogeneizó el estilismo de las señoras en el mundo.
Los collares cortos que “institucionalizó” Jackie Kennedy, que eran de perlas falsas, fueron copiados por millones de mujeres en los cinco continentes.
Desde entonces, esta uniformidad en la joyería, creó la necesidad de variar, improvisar y -como eternamente ocurre en el mundo de la moda- diferenciarse y ser distinto. Surgieron entonces los collares de flores de finales de los 60, los de pasta o plexiglas en colores curiosos en los 70, o las exageradas replicas de brillantes en los 80.
En este nuevo milenio de la naturalidad, han proliferado los colgantes hechos en maderas sencillas casi sin tratar, los collares de cuero con cierre de nudos e incluso los modelos hechos a base de cuerdas o hilos.
El color, la forma y el mensaje, comienzan a ser más importantes que el precio de la materia prima o la dificultad de la mano de obra.
Es así como surgen los colgantes hechos con chapas, joyas con mensajes grabados, accesorios étnicos y piezas hechas con materiales pobres o reciclados. La autenticidad, la sencillez y la novedad, mandan.
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