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Blogs La capilla de San Álvaro por Luis Miranda

Grandeza y perdición

Luis Miranda el

Al pie de la cruz, escrutando la mirada de mansa ternura que me tenía absorto y abstraído de los relojes y los afanes del mundo, comprendí por qué durante casi tres siglos se había olvidado su nombre, como si hubiese pasado entre los hombres como una mano ejecutora y silenciosa que no deja más huellas que su obra, su enorme obra.

El Crucificado contaba con los ojos que su yugo es llevadero y su carga ligera, que no hay trampa ni amargura en seguirle por el camino, y en la trascendencia de la madera que llevaba hasta lo más alto, su propio autor se había sacrificado, porque no hay hombre capaz de hablar donde Dios lo hace.

Allí, en la entraña de dulzura y compasión del Cristo de la Conversión, estaban la grandeza y la perdición de Juan de Mesa. Cinceló con sus manos obras de espiritualidad alta y sutil, inagotable aunque las visitas y las oraciones se repitan por miles, que siempre se repiten; se ve tanto a Dios y se intuye tanto el Dolor de la Virgen María recibiendo el cuerpo de Cristo, que no es posible mirar nada más, y hasta las manos crispadas del Yacente de las Angustias, hasta el equilibrio apolíneo del Cristo de la Buena Muerte, incluso la serpiente del pecado de los hombres que atormenta al Señor del Gran Poder, son detalles de observador desapasionado o abstraído de la experiencia. Los fieles, los analfabetos o los versados, lo comprendieron muy pronto, y por eso se lanzaron a rezar y a amar pensando que Dios había encarnado su imagen en la madera para eso.

No hay sitio para nada más donde Dios dispone hablar con los hombres, interpelarlos y tratarlos con ternura. Quizá Juan de Mesa fue un intermediario, o quizá un genio intuitivo o tal vez un espíritu tan alto que, como Bach y San Juan de la Cruz, tuvo la dicha de ver lo que los demás no vemos y saber comunicarlo. 386 años después de su muerte, en los brazos simbólicos de la Virgen de las Angustias a la que no le faltaban tres días de trabajo, habrá que agradecer la diligencia de sus manos y de su ánimo para dejar en la madera lo que Dios quería.

Liturgia de los días

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