Más que un resumen apresurado de su vida o en una acumulación de trabajos, la grandeza de Fray Ricardo de Córdoba habría que medirla con un índice onomástico. Si se volviese a preparar una gran enciclopedia a la Semana Santa y tuviese al final una lista con todas las veces que aparecen ciertos nombres, sería complicado que nadie lo superase. Estaría en la Entrada Triunfal alrededor de la Virgen de la Victoria y la de la Palma, en las Penas con la revitalización, y por supuesto en el Amor asociado a la Encarnación y al Señor del Silencio. Su nombre estaría bendiciendo a las Vírgenes de la Estrella, del Dulce Nombre, del Buen Fin, de la O, de la Salud y al Señor del Perdón, y todavía se quedarán algunas que ahora la memoria no trae. En el Císter no habría página en que no estuviera, desde la fundación a los enseres y bordados, y habrá quien le recuerde posando para los misterios del Señor de las Penas y de la Coronación de Espinas.
La Expiración, la Soledad y el Santo Sepulcro harán constar el peso que tuvo al traer a aquellas hondas Dolorosas de Álvarez Duarte, y en la Merced muchos sabrán que él fue testigo de un momento duro y a la vez de esperanza: cuando Buiza quemó a la antigua imagen, por considerarla irrecuperable, y comenzó a tallar la Virgen actual, que lleva en el pecho las cenizas de aquélla. La gente de la Sentencia recuerda cómo les animó a recuperar para el culto y para el paso de palio a la Virgen de Gracia y Amparo, y nada más volver a Córdoba trabajó a la Divina Pastora, tan de los Capuchinos, y consiguió que volviera a salir a la calle.
Se equivoca quien busque en su legado palios y enseres, aunque algunos vayan a quedar para siempre: el trabajo de Fray Ricardo de Córdoba fue el de proclamar la fe en las cofradías cuando muchos sacerdotes hacían todo lo contrario, conseguir que se multiplicaran cuando les cerraban muchas puertas y, dentro de ellas, hacer rezar a los costaleros para que alguno se diera cuenta de que no estaba moviendo un mueble de sitio y animar, no desanimar, a quienes tenían que ponerse al frente.
Sí, quedará quizá el índice onomástico, pero también en la memoria de muchos, porque Fray Ricardo fue ante todo una presencia, una voz, una conversación infatigable y amistosa hasta las tantas de la madrugada, de cofradías, de fe y hasta del franciscano amor a la creación de Dios en las bendiciones de animales. Por eso quienes estos días han sentido el vértigo duro de la pérdida no lo recordarán en la majestad del ambón, sino con una copa de vino en la mano hablando de hermandades, en una charla que no se termina desde la veneración a San Francisco hasta las devociones más hondas de Andalucía, de las órdenes religiosas que habían vertebrado la Iglesia –«muchos de los Papas han sido frailes», me dijo una vez- hasta aquella reseña del Padre Pío que me mandó mecanografiada y que todavía guardo en un cajón del escritorio. En cualquier bulla dejaba una frase que estos días aflora en la memoria, como aquella en la que precisó que las Vírgenes del Socorro y de las Angustias habían reinado sobre plazas, quién sabe si prefigurando el regreso a San Agustín de la segunda, y que en aquel momento, camino de la Magdalena, visitaba a la primera. Aprendió de los más importantes de su tiempo, acudió a las mejores tertulias porque su carácter no le dejaba estar callado, y se trajo mucho de eso a Córdoba. En las viejas revistas de «Alto Guadalquivir» y «Córdoba Cofrade» siguen sus escritos plagados de mayúsculas, pero con teología más fina de lo que parece, y hablaba el lenguaje de los sueños común a tantos cofrades.
El palio de las palomas de la Virgen de la Paz dejó su sitio a uno bordado en hilo, el de la Trinidad –«Ella va a estar muy contenta»- que la cobijó en su primera salida y en las siguientes ahora también ha quedado para los cultos, y el del Buen Fin se sustituirá por uno nuevo, que se hará en oro fino y que también lleva su firma. Lo material es valioso y tendrá que llegar el momento de reunirlo, pero más allá queda la presencia que pasa y deja, la siembra de la devoción, el grano que cae en tierra y da fruto, los buenos consejos en una charla de café, alguna frase afortunada en un septenario, los cultos con los que el Císter deslumbró en los años 80, la Virgen de los Dolores que cada Viernes Santo sigue saliendo por Alcolea. Al cabo su legado es una gran parte de la fiesta en estos años, que aunque no hiciera sí tenía en el pensamiento: los misterios que le entusiasmaban, los palios que se van bordando aunque él no los haya dibujado, los cultos en el altar mayor y las bullas en las calles. Quizá, como pasó con la iconografía de la Divina Pastora, esta Semana Santa que Córdoba no merece, como él decía, no deje de ser el sueño de un fraile.
Liturgia de los días