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¿Qué le ocurrió a Chile? (1/2)

¿Qué le ocurrió a Chile? (1/2)
Santiago de Chile
Jorge Cachinero el

Chile corre el riego de dejar de ser, pronto, el país estable y modélico que, hasta ahora, venía siendo.

La preocupación por el futuro se extiende en el país y la incertidumbre es la palabra que mejor define el panorama chileno.

¿Qué les pasó a los chilenos?

¿Se habían engañado los chilenos a sí mismos creyendo que la institucionalidad y la estabilidad eran atributos de una supuesta excepcionalidad virtuosa chilena?

La realidad de lo que está ocurriendo en Chile no es más que una combinación en el tiempo de factores y de algunos errores domésticos junto a un plan internacional de destruir la nación chilena, como ha ocurrido o como está sucediendo en Venezuela, en Nicaragua, en Bolivia, en Perú o en Colombia o como pudiera acontecer, también, en Europa, en concreto, en España.

El plebiscito que se celebró en 1988 puso fin en Chile al gobierno militar de 1973 y dio origen a un proceso ejemplar de transición a la democracia en el país.

El general Augusto Pinochet, que presidió, primero, desde septiembre de 1973, la junta militar que se hizo con el poder en Chile y que, posteriormente, fue nombrado, en diciembre de 1974, Jefe Supremo del Estado, convocó aquel referendo, del 5 de octubre de 1988, como una vía para revalidar su gobierno y extenderlo durante otros ochos años.

Augusto Pinochet

En aquella votación decisiva, Pinochet “corrió solo y llegó segundo”, como tituló la prensa chilena de aquel momento, es decir, que, contra todo pronóstico y sin ningún candidato contendiente, el general fue derrotado en el plebiscito y, con ello, se inició la transición, pacífica, hacia la democracia en Chile.

Desde entonces, Chile lideró en América Latina, de acuerdo con lo que los índices de cualquier organismo internacional han venido reflejando durante décadas, una realidad de crecimiento económico sostenido y de lucha contra la pobreza, que, si bien, en 1990, esta afectaba al 40% de la población, en cambio, en octubre de 2019, en el momento del estallido de la revuelta social, que desencadenó los acontecimientos que, ahora, se viven en el país, solo afligía al 8,9% de los chilenos.

Hasta 2019, Chile iba encaminada, de forma imparable, hacia el primer mundo, sus indicadores económicos, educativos y sociales eran comparables a los de una decena de países de la Unión Europea (UE) y estaba a punto de dar el brinco para superar a los de Portugal o a los de España.

Hace cuatro años, comenzaron a mostrarse problemas que adelantaban que el país entraba en un ciclo distinto, después de años de gran estabilidad política, bajo las presidencias sucesivas de Patricio Aylwin, de Eduardo Frei, de Ricardo Lagos, de Michelle Bachelet y de Sebastián Piñera, habiéndose turnado, estos dos últimos, en el poder, desde 2006, y, por lo tanto, habiéndolo ejercido casi durante los mismos años que Pinochet, quien estuvo 17 al frente del gobierno de Chile.

De izquierda a derecha: Frei, Lagos, Piñera, Bachelet, Aylwin

Durante el último lustro, los gobiernos de Chile no han sabido aprovechar las décadas anteriores de apertura comercial y de crecimiento económico, que tan buen resultado dieron al país, y no han realizado un esfuerzo, aún mayor, para mejorar su sistema educativo y para incrementar la productividad nacional.

El hecho es que la deuda pública se ha multiplicado por cuatro, la inversión ha caído significativamente, el desempleo y la inflación han crecido a niveles desconocidos para los chilenos y los activos principales de Chile se han descapitalizado.

En consecuencia, la confianza en Chile se disipa y las ganas de invertir y de apostar por Chile desaparecen.

Tanto es así que el propio presidente del Banco Central de Chile ha afirmado que los inversores no quieren comprar los bonos de la deuda pública nacional porque no son percibidos como instrumentos fiables para invertir.

En lo social, la situación actual en Chile está marcada por un proceso de mutación, similar al que se ha dado en muchos otros países del mundo occidental, mediante el que las nuevas generaciones han cambiado sus comportamientos de tal forma que, ahora, son dominantes las conductas electivas, en vez de las prescritas, y es preeminente el principio de libertad sobre el de autoridad.

Además, se ha instalado y se ha extendido la idea de que “el cambio” es el único factor posibilitador de nuevos espacios políticos, económicos y sociales.

En concreto, las transformaciones económicas aceleradas de las décadas pasadas han hecho crecer, simultáneamente, las aspiraciones de la población con una rapidez que el Estado es incapaz de satisfacer en su totalidad y con la diligencia esperada.

Las ambiciones de los individuos crecen más velozmente que las infraestructuras.

En definitiva, dos actitudes nuevas han terminado por permear entre los chilenos y están teniendo un efecto devastador sobre una estabilidad, que, hasta ahora, era tan preciada para la sociedad chilena.

Por un lado, se ha extendido en la sociedad chilena la aceptación de la violencia, cuyo umbral ha descendido tanto que está favoreciendo el surgimiento de propuestas y de posiciones, que, anteriormente, no eran, ni mucho menos, toleradas en Chile.

Por otra parte, Chile vive un proceso inflacionario de derechos, cuyo predominio indiscutido ha terminado por desequilibrar el balance necesario que éstos deben mantener con los deberes que los acompañan.

Estos fenómenos agrandan las brechas sociales y generan, así, frustración e insatisfacción.

En este contexto, están surgiendo movimientos alejados de las estructuras de los partidos tradicionales.

Algunas de estas fuerzas han sido creadas exprofeso por el mal llamado socialismo del siglo XXI, es decir, siendo más precisos, por el comunismo en el siglo XXI, que el denominado Foro de São Paulo pilotó, inicialmente, y que, hoy, el Grupo de Puebla -la nueva marca de esta operación política e ideológica internacional- promueve.

Asimismo, se están fundando otros grupos, originalmente, de forma espontánea, que han acabado siendo infiltrados, penetrados y capturados por este mismo proyecto subversivo internacional, como está ocurriendo en el resto de América y en algunos países de Europa.

Chile, que se había caracterizado por su clase media, por su democracia, por sus instituciones y por su Estado, se encuentra, ahora, con una clase media precarizada, con una democracia y unas instituciones cuestionadas y con un Estado desestructurado.

El estallido social que se produjo en Chile, el 6 de octubre de 2019, por una subida insignificante del precio del metro de Santiago, se transformó desde la protesta espontánea y legítima que fue, en sus inicios, a un saqueo y una destrucción metódicas de la propiedad privada y de la propiedad pública, sin espontaneidad alguna, para modificar el orden constitucional chileno y para crear un régimen político que destroce las instituciones chilenas.

Las elecciones para formar una Asamblea Constituyente en Chile, que tuvieron lugar el 15 y el 16 de mayo de 2021, solo consiguió atraer la participación de un 41,51% de los ciudadanos chilenos con derecho al voto.

En otras palabras, un tercio de la población chilena -el 32,56%, para ser exactos- se ha molestado en elegir representantes para iniciar el actual proceso constituyente, que, aún hoy, sigue adelante en Santiago.

Esta maniobra de la convocatoria de la Constituyente, en realidad, reprodujo un modelo ya utilizado, con éxito, en Venezuela -que concluyó con la creación de la República Bolivariana de Venezuela- o en Bolivia -que finalizó con la proclamación del Estado Plurinacional de Bolivia, que ha reconocido la existencia de hasta 36 nacionalidades dentro del país-.

En la actualidad, esa misma agenda, con el mismo fin que en Venezuela y en Bolivia, se promociona activamente en Perú por el presidente Pedro Castillo y por el partido Perú Libre, heredero de Sendero Luminoso, la organización terrorista de ideología marxista, leninista y maoísta, de un fanatismo y de un dogmatismo enloquecidos, cuya violencia atroz y despiadada asoló Perú en los años 80 y años 90 del siglo pasado.

Los llamamientos para modificar en España la Constitución de 1978, que se hacen en el momento presente, responden a este mismo plan.

Los objetivos finales de esta fórmula de forzar la elaboración de nuevas constituciones o la modificación de las existentes son, en primer lugar, destruir el concepto nación en todas ellas y, además, facilitar el que los políticos al frente de estos proyectos liberticidas se perpetúen en el poder.

La velocidad de la desinstitucionalización de un país tan orgulloso de su institucionalidad como Chile no es un buen augurio sobre las posibilidades de éxito con las que cuentan las fuerzas internacionales que se han propuesto destruir la nación chilena.

Este es el gran desafío de los ciudadanos chilenos ante las elecciones presidenciales y las elecciones parlamentarias de noviembre y de diciembre de 2021: proteger su nación.

¿Hacia dónde se encamina Chile?

Esperemos que no, hacia su martirio.

 

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