Durante las elecciones municipales de 9 de noviembre de 2008 -las primeras después de la vuelta del sandinista Daniel Ortega al poder en enero de 2007-, el presidente Ortega dejó muy claro que nunca más se iban a celebrar elecciones libres y limpias en Nicaragua.
Daniel Ortega había sido presidente de Nicaragua en la década de los 80, tras el éxito de la autodenominada revolución sandinista -liderada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), de cuyo grupo de nueve dirigentes o comandantes Ortega formaba parte-, que derrocó, en 1979, al dictador Anastasio Somoza.
Una década después, en 1990, Ortega perdió en las urnas el poder frente a los partidos liberales y de la derecha, tras dejar tras de sí un país al borde de la guerra civil y hundido en una crisis económica muy grave.
En 1998, después de dos años de negociaciones secretas, Daniel Ortega y Arnoldo Alemán, en aquel momento, presidente de la República de Nicaragua y líder del Partido Liberal Constitucionalista (PLC), el partido más importante de Nicaragua, llegaron a un acuerdo para repartirse el poder.
Alemán estaba dispuesto a respetar el tiempo máximo de su permanencia como jefe del Estado, de acuerdo con el mandato constitucional.
No obstante, en la práctica, lo que Alemán perseguía era seguir gobernando, una vez entregara la presidencia de la nación en 2002, a través, primero, de su elección como diputado para, así, poder, posteriormente, ser nombrado presidente de la Asamblea Nacional y ejercer, de esa forma, el poder real en Nicaragua tras bambalinas.
Por su parte, Ortega buscaba, con desesperación, recuperar el poder perdido.
Ortega prometió a Alemán que le ayudaría a cumplir su ambición a cambio de que éste rebajara, antes de abandonar la presidencia, el mínimo electoral para ser elegido presidente hasta el 35% de los votos.
Daniel Ortega engañó a Arnoldo Alemán y, tras cuatro años de presidencia de Enrique Bolaños, quien se había desempeñado como vicepresidente de Alemán, Daniel Ortega ganó las elecciones de 2006, con una victoria electoral para la que contó con el 38% de los votos,
Los años de infancia que los tres hermanos Ortega y Alemán compartieron en el Instituto Pedagógico de Varones en Managua no le sirvieron de nada a este, más que para fiarse de Ortega y caer en la trampa que le puso su compañero escolar, quien, en aquellos años de formación, sin ser un buen estudiante, se dedicaba, por este orden de prioridades, a sus verdaderas aficiones e intereses: ayudar como monaguillo en las ceremonias religiosas, formar parte de los Boy Scouts y jugar al fútbol.
Al fin y a la postre, Alemán acabó encarcelado por delitos de corrupción y de lavado de dinero, convertido en rehén de Ortega, y, por ello, dispuesto a entregar todo para conseguir su libertad.
Como corolario a todo lo anterior, Alemán llevó a su partido, el PLC, a la bancarrota política.
Daniel Ortega, en cambio, consiguió cumplir su ambición de regresar a la presidencia del país, controlar todos los poderes del Estado e instalar, finalmente, su dictadura personal y familiar.
Al recuperar el poder en 2007, las primeras felicitaciones que Daniel Ortega recibió fueron la del presidente de Cuba, Fidel Castro, quien había apoyado el triunfo de la revolución sandinista original -“la victoria sandinista llena de alegría a nuestro pueblo y a la vez llena de oprobio al Gobierno terrorista y genocida de EE. UU.“, de acuerdo con el texto de la carta que Castro le envió a Ortega- y la del presidente de Venezuela, Hugo Chávez.
La amenaza de Ortega de 2008 sobre el fin de las elecciones libres y limpias en Nicaragua comenzó a cumplirse a rajatabla y de forma metódica.
En 2009, Ortega forzó a la comisión constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua para que aboliera el artículo de la Constitución que impedía que se presentara a la reelección.
Aquella decisión salvó al sandinismo de tener que proponer un proceso de reforma constitucional ante una Asamblea Nacional en la que Ortega no contaba con apoyos suficientes para dicho empeño.
Por extensión, tampoco fue necesario llamar a referéndum a la población para pronunciarse al respecto.
Con ese requiebro constitucional, Ortega optó por una variante del modelo de las leyes habilitantes -es decir, aquella legislación otorgada por el poder legislativo para soslayar los requisitos, autorizaciones o legitimidades necesarias para que el poder ejecutivo pueda tomar determinadas acciones-, en este caso, con la complicidad de parte del poder judicial y no, del legislativo.
En términos similares, ese atajo legal o legislativo se parecía al que fue utilizado, por ejemplo, por Adolf Hitler, en 1933, durante la República de Weimar, o por Hugo Chávez, en Venezuela, en 1999, para construir las bases de sus modelos de poder autoritario, respectivamente.
En 2011, con dicho respaldo, cuestionable legalmente, Daniel Ortega se presentó a unas elecciones generales, en las que los apoderados de los partidos opositores al suyo no pudieron supervisar el escrutinio electoral en las mesas, con lo cual los números finales del resultado fueron manipulados a conciencia y a conveniencia de Ortega.
El fraude en aquellas elecciones determinó su resultado, es decir, la victoria del partido de Ortega, con una mayoría en la Asamblea Nacional de Nicaragua, con la que no contaba en 2009,
Fue, entonces, cuando Ortega impulsó, en esa ocasión, sí, la modificación de la Constitución para garantizarse su reelección indefinidamente,
Una vez cumplida la misión de controlar los poderes legislativo y judicial, Daniel Ortega comenzó el proceso de acoso hacia los partidos de la oposición.
En 2016, en anticipación de las elecciones generales del 6 de noviembre, la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua retiró la dirección del Partido Liberal Independiente (PLI) de las manos de su líder, Eduardo Montealegre, 16 diputados nacionales del PLI fueron desposeídos de sus escaños en la Asamblea Nacional y, en suma, el PLI fue entregado a líderes controlados por el propio Ortega.
En ese clima tóxico, solo un 30% de los nicaragüenses acudieron a votar en aquellas elecciones generales, según los partidos opositores, mientras que, de acuerdo con las cifras oficiales del Consejo Supremo Electoral (CSE) de Nicaragua, la participación fue del 75%.
Oficialmente, el partido sandinista de Ortega obtuvo la mayoría en la Asamblea Nacional.
El nuevo gobierno de Nicaragua supuso un desastre para los nicaragüenses e inflamó el llamado estallido social de abril de 2018.
Sin duda, el crecimiento de la pobreza en Nicaragua estuvo detrás de aquella revuelta.
No en balde, Nicaragua es el tercer país más pobre de América, en Producto Interior Bruto (PIB) per cápita, solo después de Haití y de Venezuela, según el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Aquel estallido social fue respondido por el gobierno de Ortega con la represión contra la población, con la criminalización de los partidos de la oposición y con el encarcelamiento, o con la amenaza de encarcelamiento, de todos los candidatos opositores potenciales.
Así, el pasado 6 de agosto, el principal partido de la oposición, Ciudadanos por la Libertad -al que Ortega le había impuesto los líderes que le había seleccionado, como había hecho, en el pasado, con el PLI-, fue inhabilitado y su personalidad jurídica fue suspendida por el CSE.
Al final, Ortega tendrá que disputar las elecciones presidenciales de noviembre de 2021 solo a aquellos candidatos que él permita que se presenten y que, por tanto, a él más le convenga.
Además del control de la oposición política, Ortega se ha ocupado de dirigir la gestión del proceso electoral y, para ello, ha supervisado personalmente el nombramiento de todos los nuevos miembros del CSE.
La intervención del CSE, como en el caso de Ciudadanos por la Libertad, está siendo decisiva en la prohibición de la concurrencia a las elecciones de candidatos y de partidos opositores.
El fraude electoral de las elecciones presidenciales nicaragüenses del 7 de noviembre de 2021 está, por tanto, en camino.
15 años después de recuperar el poder en 2006 y después de tres mandatos consecutivos, Daniel Ortega aspira a ser reelegido, de nuevo, con el deseo, poco disimulado, de seguir en el poder, después de las próximas elecciones de noviembre, hasta 2027, por lo menos.
El hecho es que, en Nicaragua, los actos públicos del presidente Daniel Ortega terminan siempre con invocaciones públicas de agradecimiento “a Dios, al Comandante y a su esposa Rosario {Murillo}”.
Toda una declaración política y de intenciones futuras.
Nicaragua está inmersa en el proceso de consolidación de la dinastía de los Ortega-Murillo -tras la de los Somoza, que duró desde 1934 a 1979- con el apoyo de Cuba y de Venezuela.
El fraude electoral es el método para garantizarlo.
Las elecciones en Nicaragua -ni libres, ni limpias- no son más que un artificio para engañar a los incautos, domésticos o internacionales, sobre el carácter dictatorial del régimen de los Ortega-Murillo.
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