Durante las últimas semanas, el diagnóstico sobre la conclusión de las negociaciones que se están desarrollando, entre las principales capitales del mundo, pivotando desde su anclaje formal en Viena, para hacer revivir el acuerdo sobre el programa nuclear de Irán parece haber mejorado desde el pesimismo inicial hasta el optimismo prudente y moderado actual.
El responsable del cambio en dicha prognosis es, irónicamente, porque, obviamente, no interviene en esas negociaciones, el 45º presidente de los Estados Unidos (EE. UU.), Donald J. Trump (DJT), no por haberlo sido, sino porque las partes en esa negociación, especialmente, EE. UU. e Irán, son conscientes de que podría ser el 47º en 2024 y, aún antes, en noviembre de 2022, de que el Congreso de Representantes de EE. UU. podría quedar bajo la mayoría del Partido Republicano después de las elecciones de mitad de mandato.
Irán necesita llegar a un acuerdo con EE. UU., fundamentalmente, por un imperativo económico ya que necesita un alivio en el programa de sanciones que sufre en estos momentos, que incluya el acceso libre a los más de 100 millardos de dólares que tiene congelados en el extranjero.
China, que ha invertido de manera masiva en Irán, desde 2018, parece que ha llegado a su nivel máximo de riesgo inversor asumible en Irán, EE. UU. sigue controlando las cañerías del sistema financiero mundial y el nuevo presidente de Irán, Ebrahim Raisi, fue elegido, en 2021, con un número bajo de votos.
El nuevo gobierno de Irán necesita mostrar pronto resultados tangibles a su población -en un momento en el que se podría estar incubando un malestar sordo, pero profundo, entre los iraníes- porque no puede permitirse que se materialice el riesgo del estallido de una revolución de colores en el país.
El jefe de la delegación iraní en las negociaciones de Viena, Ali Bagheri Kani, viceministro de Asuntos Exteriores de su país, se opone con dureza a la idea de llegar a un nuevo acuerdo, consciente de que los avances obtenidos por Irán en el terreno del conocimiento sobre el desarrollo de armas nucleares son irreversibles, algo que preocupa enormemente en el mundo, lo que le otorgaría a Irán una posición de fuerza para seguir hablando con Occidente o, incluso, para interrumpir las negociaciones sobre el programa nuclear en el futuro.
A pesar de ello, desde el pasado mes de noviembre, está creciendo la actitud entre los negociadores iraníes de que sería mejor conseguir un acuerdo que no contar con ninguno por la razón de que Irán necesita, aunque sólo sea esto, aliviar las sanciones económicas antes de que DJT pueda regresar a la Casa Blanca, lo que los iraníes dan por hecho.
Si así fuera, el gobierno de Irán es consciente de que, después de 2024, con DJT, o con otro líder republicano, en el poder, se haría aún más difícil para Irán conseguir garantías de EE. UU. de que los acuerdos posibles de hoy fueran a ser respetados mañana.
En realidad, la debilidad de la posición negociadora de Irán surge del hecho de que es quién más necesita llegar a un acuerdo porque la situación económica del país es hoy mucho peor de lo que lo era en 2015, debido al efecto combinado de las sanciones y de la COVID19, y, por lo tanto, es quién está más dispuesto a hacer concesiones.
Los negociadores estadounidenses -quienes parecen haber delineado, junto a los iraníes, un plan que resuelve todos los problemas de estos últimos sobre el actual marco de sanciones económicas- mantienen, todavía, asuntos abiertos con los iraníes en relación con su programa nuclear.
La presión que sufren Biden y su equipo es, curiosamente, similar a la de los iraníes porque, a pesar del optimismo prudente del momento, el pesimismo se cierne sobre ellos al tratar de imaginar cuán larga sería la supervivencia de un nuevo acuerdo firmado en 2022 después de que se celebren las elecciones presidenciales de 2024, es decir, una vez que DJT, u otro líder republicano, volviera a la Casa Blanca.
De ahí, el lenguaje que EE. UU. está utilizando, en estos momentos, en público como en privado, con sus contrapartes iraníes acerca de que “el tiempo se está agotando” es porque Biden y su equipo quieren, a toda costa, cerrar un acuerdo, cuanto antes, aunque sepan que no vaya a durar más de dos o tres años.
En realidad, Biden estaría siendo demasiado blando con Irán, aunque quisiera que pareciera lo contrario.
Tanto es así que el comportamiento de Biden y de su equipo, en estas negociaciones, empieza a parecerse al que están adoptando con Rusia, en torno a las garantías recíprocas de seguridad, que ésta les reclama en Europa.
Puede que todo este supuesto optimismo moderado y cauto se desvanezca en cuestión de dos o de tres semanas.
EE. UU. insiste en ese límite temporal, en el entorno de final del mes de febrero, mientras que los iraníes tienen marcado en su calendario el comienzo del equinoccio de primavera, 20 de marzo de 2022, que es la fecha cuando se inician las celebraciones del Año Nuevo persa.
El tiempo para llegar a un acuerdo ahora es también factor de la velocidad en el desarrollo actual del programa nuclear iraní sobre el que los iraníes deben tomar la decisión o bien de ralentizarlo, para hacer posible un acuerdo, o bien continuarlo, como hasta ahora, y convertirlo en irreversible por la vía de los hechos.
En el caso de que la voluntad de Irán no se quiebre durante las negociaciones bajo la política estadounidense de “máxima presión”, el plan B de EE. UU. sería aumentar las sanciones económicas sobre Irán y presionar a la Unión Europea (UE), de nuevo, irrelevante en este asunto, como en tantos otros de la política internacional, para que les siga en ese camino.
En este escenario negativo, quedaría la incógnita de cómo reaccionaría Israel ante la que es su principal amenaza existencial -en palabras de su primer ministro Naftali Bennett, Irán es “la amenaza más grande para el Estado de Israel“-, es decir, la materialización de un Irán en posesión de armas nucleares.
A pesar del debate interno dentro de la administración israelí -con los servicios de Inteligencia, Mossad, en contra de un acuerdo con Irán y con algunos líderes de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), en favor del mismo-, Biden y su equipo confían en que el gobierno de Naftali Bennett reaccione favorablemente a cualquier acuerdo con Irán y no tomen decisiones por su cuenta, si no hay acuerdo o si el programa nuclear iraní traspasa el punto de no retorno, y eso es mucho confiar.
De hecho, ayer mismo, 6 de febrero, domingo, el tradicional día de la semana en el que celebran las reuniones ordinarias del gabinete israelí, el primer ministro Bennett le dejó bien claro a Biden, durante una conversación telefónica, por cierto, la primera en meses, que “cualquiera que piense que un acuerdo (con Irán) incrementará la estabilidad está equivocado” y que “Israel mantendrá (su) libertad de acción en cualquier caso, con o sin acuerdo“.
Al final, el escollo principal para los iraníes, de nuevo, es poder conseguir garantías de EE. UU. de que el acuerdo, si lo hubiera, sería respetado por cualquier futuro nuevo gobierno estadounidense, algo a lo que Biden ha respondido diciendo que promete el respeto al acuerdo por parte de EE. UU. mientras él sea presidente.
El problema para Biden es aún más complejo porque es difícil imaginar que consiga que el Congreso de EE. UU. apruebe cualquier acuerdo con Irán, en 2023, después de las elecciones de mitad de mandato de noviembre de 2022, tras las que, por lo que indican las encuestas, los republicanos recuperarían el control de las Cámaras.
De ahí, el sentido de urgencia de Biden y de su equipo para conseguir aprobar un acuerdo, cuanto antes, porque saben que las elecciones estadounidenses de noviembre de 2022 y las de 2024, en el caso de que hubiera un entendimiento con Irán ahora, abocarían a una nueva salida de EE. UU. del mismo, como sucedió en 2018.
La figura de Donald J. Trump sobrevuela sobre las negociaciones del acuerdo nuclear.
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