Ha habido una polémica estos días por unas palabras de Ernest Castro, profesor de la Complutense, (menos mal que no se llama Ernst) en las que comparaba un matadero industrial de animales con el exterminio nazi. Después de ser vapuleado en Twitter -esto era de esperar- ha sido objeto de denuncia por el Movimiento contra la Intolerancia.
(Le choca mucho a alguna gente que estas palabras las haya dicho un profesor de la Complutense, pero ¿de quién si no podemos esperarlas?).
Yendo a lo importante, debería haber un espacio para que algo pudiera parecernos un error, incluso una inmoralidad, y no necesariamente materia penal o judicial.
Yo no soy filósofo ni moralista, así que poco importará, pero encuentro lo que dice no solo disparatado, sino también inmoral. Los animalistas extremados, con su ausencia de proporciones, me lo parecen. Toda terminación nerviosa es un mandato moral. Es decir, que ninguna lo es. Sin embargo, ¿merece eso una consecuencia judicial?
Vemos constantemente que se quiere penalizar lo inmoral (lo que nos lo parece) acudiendo a un tribunal que repare nuestro sentido de la moralidad.
¿Hablaba Castro de los judíos e introdujo el elemento de comparación porcino o hablaba de los animales y decidió colocarlos, llevado por su filosofar antiespecista, en el altar más alto de la inhumanidad, la Shoah?
Cualquier persona que haya leído esos tuits verá que lo segundo.
Comparar no es necesariamente equiparar, y con un poco de buena voluntad se puede entender que no estaba comparando a los judíos con los cerdos, sino el tratamiento que recibieron unos y otros.
Vemos que la sola imagen mental, la colocación gráfica de unos y otros ya es hiriente, escandalosa, casi una blasfemia.
Va acotándose el campo de lo comparado, sin embargo.
El suyo es un planteamiento coherente con cierto animalismo y aunque escandaloso en su expresión, como el de quien espera provocar un pensamiento, no es tampoco novedoso. Forma parte de una especie de silogismo antiespecista terminal.
Las implicaciones de penalizarlo son grandes. Las limitaciones a la libertad de expresión podrían tener efectos paradójicos. Como llegar a callar a una víctima del Holocausto.
Alex Hershaft, fundador de la asociación FARM para la defensa de los derechos de los animales de granja, fue un niño superviviente del Holocausto que con el tiempo se hizo activista en defensa de los animales. Él fue quien estableció ciertas analogías o comparaciones entre el exterminio nazi y el tratamiento industrial de los animales. “Los cristianos viven, los judíos mueren; el perro vive, el cerdo muere”, dijo. Cuidándose mucho de equiparar, trazó paralelismos, “similitudes sorprendentes”, dijo. Su postura no fue recibida con indiferencia por la comunidad judía, como es natural.
No se parece tanto a rebajar la importancia absoluta de lo que sucedió en la Shoah como a enaltecer el sufrimiento animal. Lo segundo parece llevar implícito lo primero. Es una comparación que se revuelve, incómoda. Si una granja es un holocausto de pollos, un campo de exterminio ¿es un matadero animal? Los tropos, las figuras retóricas, literarias, las divagaciones descuidadas, los deslices, las metáforas desmedidas se convierten en actos potencialmente delictivos. Al hablar de ciertas cosas nuestro lenguaje se debería hacer tan preciso como para reflejar todas las escalas morales. Y esto no sucede. El filósofo competió un gran desliz, por ejemplo. “Es incluso peor”, dijo. Es muy difícil, así que sería mejor callar. El Holocausto se convierte en lo no decible, en un tabú. Es la piedra base de la moralidad sobre la que recomienza el hombre tras la IIGM. Ese Absoluto de maldad irreproducible, innegable, inefable, inolvidable e incomparable. Literalmente: no se puede comparar.
En un mundo sin religiones, el liberalismo desfigurado de finales del siglo XX se asentó en esa religión. Olvidado Dios, ese recuerdo iba a ser el recuerdo moral para recomponer la humanidad. No hay Dios, nos dicen, pero hay recuerdo del Holocausto. Algo para no perder la medida de la Humanidad.
Por eso se entiende la absoluta sensibilidad con este tema.
El Estado moderno ha hecho aquí, sin embargo, algo perverso. Mientras acogía ese tótem fundacional, el horror reverencial a la Shoah, la memoria de las víctimas, va extendiendo en su legislación un tratamiento similar a otras. Con el tiempo a casi cualquier víctima.
Se imita ese ese esquema. Tendemos a imitarlo. Hay un patrón consistente en extender la legítima susceptibilidad judía a todo. Invocando el Delito de Odio, nada puede decirse. Cualquier ofendido reproduce a escala este comportamiento en el que no se daña el honor sino la memoria o dignidad. Tampoco a un individuo concreto, basta que sea un colectivo.
Castro, a su modo, toma el dolor judío, el único agujero metafísico que entendemos, y lo extiende también a los animales. Es como meter a una gallina ponedora en la Santísima Trinidad. Lo rechazamos.
Me he extendido imprudentemente, lo siento. Pero sirva el ejemplo del judío animalista Alex Hershaft para intentar comprender a Castro (no es agradable ver cómo linchan a nadie, ni siquiera a un filósofo) y para aproximarme a entender que el debate moral necesario para “luchar” con ciertas derivas posthumanistas (aunque sea en la arena absurdo de twitter) exige, para desarrollarse, libertad de expresión. No sabríamos el alcance de un disparate si no lo pueden decir.