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EL trance de la Feria

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A Madrid, de la Feria sevillana llegan retazos de colorín y ahora, gracias a las redes, fotos y selfies de casetas. It girls intentando reinventar la bata de cola. O cien famosuelos posando junto a Luis Rollán, que parece un muñeco de cartón que llevan y traen para la foto. El gran hallazgo de este año ha sido para mí la figura del gorrón de Feria, que tan bien describió Antonio Burgos. El señor que ante la seguridad de la entrada se pone muy serio y dice: Yo soy fulano de tal, o mejor, yo soy el señor Mengano. En esa impostación de señorío para evitar retratarse (el selfie del pin del clín de la tarjeta, que suena también a moneda) está encerrada el timo actual del señorío, que mejor si es callado, discreto.

Pero a estas alturas, que no sé ya si irán por el cuarto o el quinto día de Feria, me acuerdo de Pemán y su trance ferial. Contaba el genial gaditano que a partir de un determinado momento, el tercer día, si mal no recuerdo, se entraba en otro tiempo ferial. Todo giraba como le giran las cosas a los derviches. Los ojos azules se abrían como tesoros. Las voces sonaban monótonas, de un cansancio lejano. Ahí, en ese momento, la Feria se revelaba también como algo eterno.

Y me llamó siempre la atención que esa descripción del trance de Pemán fuera tan parecida al trance musical, discotequero o al punto de no retorno del festival roquero y joven. Hace poco lo recordé cuando Ruiz Quintano observaba cómo los Mayos y los Quintos se habían fundido en un solo botellón primaveral.

El botellón a veces quizás solo sea la pulsión juvenil que busca rito. Inclinados sin saberlo por un mito casi lunar, buscan la forma de llegar a ello. Falla del arte popular, de la cultura pop, que no haya sabido canonizar debidamente las ansias ancestrales de desparrame.

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