“Y dice usted que este restaurante sólo tiene una estrella Michelin. ¿Está seguro? A mí desde luego me extraña porque he comido en muchos sitios con dos estrellas que no se acercan ni de lejos a este. Pero bueno, ya se sabe que los designios de la guía roja y de sus inspectores son inescrutables”. Esta podría ser perfectamente la conversación en cualquier mesa de ZUBEROA, el restaurante de los hermanos Arbelaitz en Oyarzun. No se puede entender. Yo al menos no lo entiendo. Este es uno de los mayores puntos de desencuentro que tengo con la guía. En muy pocos sitios como tan bien, disfruto tanto, me siento tan bien acogido como en esta casa.
Aprovechando mi paso por San Sebastián para asistir a Gastronómika (¡qué gran congreso organiza el Diario Vasco!), del que les daré cumplida cuenta, he aprovechado para escaparme hasta Oyarzun a la hora de la comida con un buen amigo que anda también por estas tierras. En la agradable terraza, donde nunca había comido, llena hasta la bandera, con mucha gente del congreso en otras mesas.
Atentísimo como siempre Eusebio Arbelaitz, un profesional que te hace sentir como en casa desde el momento que cruzas la puerta del caserío que alberga Zuberoa. Pensaba que íbamos, como la mayoría de las mesas, a por el menú degustación (130 euros). Sin embargo, Borja y yo llevábamos un tiempo sin ir y lo que queríamos era reencontrarnos con esos platos eternos, intemporales, que llevan años y años en la carta y que siempre suponen el máximo disfrute. Nos decía Hilario Arbelaitz cuando nos despedíamos que el hecho de mantener esas elaboraciones inmutables son las que hacen que Michelin no les devuelva la segunda estrella. ¿De verdad? ¿Hay que estar creando sin sentido alguno para sumar estrellas en lugar de elaborar platos impecables, irreprochables, que hacen feliz al comensal? La verdad es que lo que opinen los mezquinos inspectores tiene sin cuidado a los clientes, que llenan el restaurante día tras día. Y me tiene sin cuidado a mí, que tengo esta casa entre mi top de favoritos en España. En pocos, muy pocos sitios he comido y sigo comiendo como aquí.
Como les decía, íbamos en busca de los clásicos. Y hemos acertado. Platos eternos, inmutables, perfectamente ejecutados, mucho más ligeros de lo que los enunciados pueden hacer suponer, sabrosos. Cocina académica, llena de técnica, que no olvida (más bien al contrario) la importancia fundamental del producto. Qué bien hemos comido. El ravioli de cigala, el foie gras con caldo de garbanzos, el guiso de manitas… y unas tórtolas para quitarse el sombrero. Pero vamos por orden.
Nada más sentarnos pedimos unas cervezas Pagoa, que hace uno de los hermanos Arbelaitz y que para mí es una de las mejores artesanales de cuantas conozco. Entre tanto, en la voluminosa carta de vinos encuentra Borja una joyita nada habitual. Un Clos de L’Obac 1989, el primer priorato, que hicieron conjuntamente todos los vinateros con presencia allí. Una auténtica curiosidad que se conserva en plena forma y con el que disfrutamos mucho en la comida. Como blanco un Rueda (sí, un Rueda, pasa algo). Verdejo 2015 de Amador Díez. Mucho ojo a este vino.
Para empezar, como aperitivo de la casa, un chicharro marinado muy agradable. Y empezamos a continuación con nuestros clásicos. El primero, el ravioli de cigalas al fumet de trufas. Me trae recuerdos de muchos años atrás, de una de mis primeras visitas a esta casa. Hilario ya lo bordaba cuando apenas nadie hacía ravioli. Ahora ya parece un plato vulgar, pero no lo es. Sigue siendo un imprescindible.
Íbamos a pedir otro clásico, el bogavante asado con ravioli de albahaca, aceite de jengibre y emulsión de su coral. Pero Eusebio nos sugiere que probemos la versión que está en el menú degustación. En este caso el bogavante va con coliflor e hinojo, una delicadeza en la que el crustáceo está muy presente y a la vez perfectamente arropado.
No todo son clásicos. Hay que estar atento a las sugerencias del día. Y si la sugerencia son unos chipirones a la plancha con un caldo gelatinoso “a lo pelayo”, quedan pocas dudas. Sobre todo cuando la temporada del chipirón toca a su fin. Buenísimos. Hablamos en la mesa si no sería bueno que ese caldo a lo pelayo tuviera un poco más de intensidad. Pero los chipis son tan buenos, tan delicados, que acabamos concluyendo que mejor disfrazarlos lo menos posible como propone Hilario.
Volvemos a los clásicos. Y no a cualquiera sino a no de los más grandes platos que han salido de la cocina de Arbelaitz: el foie gras salteado con caldo de garbanzos, berza y panes fritos (foto que encabeza este post). Otra elaboración para levitar. Un clásico por el que no pasa el tiempo. Y luego el guiso de manitas de ternera y verduras. No se puede tratar con más gusto la casquería. Ni se puede hacer mejor. Poco que añadir.
Nada más sentarnos, Eusebio Arbelaitz nos había advertido que había tórtola. No había mucho que pensar. Muy pocos cocineros trabajan la caza como Hilario. Las becadas que he comido en esa casa tienen un lugar de honor en mis recuerdos gastronómicos. Y a una tórtola no se le puede decir que no, menos en Zuberoa. Sólo el puré de patata que la acompaña ya justificaría un viaje hasta Oyarzun. Hay también un nabo relleno con menudillos del pájaro. Y luego la propia tórtola, magnífica, con un fondo memorable. Junto a las patitas y a la pechuga una tostada con su hígado. Difícil lograr un plato tan redondo. Eusebio nos pone más puré, que cae enseguida, pero debería habernos puesto más tórtola.
Íbamos a terminar ahí, pero estamos disfrutando tanto que necesitamos al menos un plato más. Así que cae el pato, asada la pechuga, guisado el muslo, con unos pequeños raviolis de foe gras y una salsa de jengibre y pomelo. Estupendo, pero lo teníamos que haber pedido antes que la tórtola porque es muy complicado llegar al nivel de excelencia de aquella.
Nada falla en Zuberoa. Tampoco los postres. Y mucho menos la tarta de queso. Por España hay muchas buenas, algunas muy buenas, pero como esta ninguna. Mi favorita desde hace mucho tiempo. Un punto por debajo, lo que no quiere decir que no sea sobresaliente, otra tarta, esta de pera. No se puede pedir más.
Al salir allí está Hilario, el cocinero que menos falta de su cocina. Con esa amabilidad y esa humildad que ya nos gustaría encontrar en muchos de sus colegas, casi todos con bastantes menos méritos para presumir que los que tiene este veterano cocinero vasco. Si ya conocen Zuberoa no tarden en volver. Y si no lo conocen, no sé a qué están esperando.
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