Ha sido esta una semana intensa, con tres grandes comidas en restaurantes de alto nivel: RAMÓN FREIXA, COQUE y EL CELLER DE CAN ROCA. En realidad cuatro grandes comidas, porque hubo una en STREETXO que aunque juega en otra categoría es un sitio imprescindible en Madrid. De todas ellas les daré cumplida cuenta, pero me van a permitir que empiece por la última, la que, sin menospreciar a los demás, ha sido la más importante de la semana, del mes y del año: la cena en el restaurante de la familia Roca. ¿El mejor del mundo? Tampoco este año voy a entrar en esa polémica porque como he repetido muchas veces tendría que conocer “todos” los restaurantes del mundo para afirmarlo con la contundencia con que lo hacen algunos colegas. Me da igual. Y a los hermanos Roca, también. Los hechos constatables son que cuando abren turno de reservas el día 1 de cada mes, con once meses de antelación, en pocas horas se cubren todas las mesas disponibles para esos 30 días. O que en los últimos meses han tenido clientes procedentes de nada menos que 54 países. Eso es lo importante. Y más aún su cocina, su bodega, sus instalaciones, su forma de ser. Magia discreta, porque en esta casa tan grande todo es discreto. Una lección para tantos.
Tengo la suerte de visitar una vez al año EL CELLER DE CAN ROCA. Y se me han agotado los adjetivos. En las crónicas de la última década los he empleado todos. Y cuesta encontrar ya nuevas palabras que definan con precisión el trabajo de una familia y de un restaurante que es el más perfecto de cuantos conozco. Por eso me tienen que perdonar que me repita. Mi cena anual en esa casa es, desde hace ya un tiempo, la del disfrute máximo, la de la satisfacción absoluta. Desde que se cruza la puerta hasta el momento de la despedida el cliente se siente en un mundo mágico y a la vez próximo. Con una cocina del máximo nivel que se entiende y que se paladea. Algo que debería ser obvio, pero que no lo es tanto. En los platos del menú hay una combinación de investigación, de nuevas líneas de trabajo y de técnicas de vanguardia que van estrechamente ligadas a un academicismo clásico y a un retorno a los sabores de siempre. Elaboraciones tan complejas como delicadas, perfectamente equilibradas, en las que los aromas juegan también un papel fundamental. En El Celler no hay más humo que el que sale, embriagador, al verter un poco de palo cortado sobre unas piedras calientes en las que se hace mínimamente una cigala. Aquí no hay experimentos. O mejor dicho, sí los hay, pero el comensal apenas se da cuenta de ello porque el experimento está al servicio del plato, del resultado final, y no el plato al servicio del experimento.
Es difícil resumir el menú que me sirvieron. Doce snacks para abrir boca, catorce platos y tres postres. Difícil explicar cada uno de ellos. Y más difícil elegir los mejores. El nivel es tan alto que ya son pequeños matices o simplemente gustos personales los que hacen decantarse por uno u otro. Y salvo un par de ligeras sombras, ninguno de esos platos baja de un notable alto, rondando la mayoría el sobresaliente y alcanzando algunos la matrícula de honor. Este es un breve resumen de ese menú Festival (ligeramente alargado en nuestro caso) que ahora está a 190 euros, más otros 90 con la selección de vinos de Pitu Roca.
Snacks. Siguen abriendo el menú cinco bocaditos que llaman “Comerse el mundo” y que este año representan a México (taco de maíz con mole y aguacate), Brasil (una caipirinha encerrada en una bolita fría), China (versión mini del pato laqueado), Marruecos (yogur de cabra, almendra y especias) y Corea (panceta con salsa de soja y kimchi). Brasil y China mis favoritos. Viene luego el ya clásico olivo con sus aceitunas caramelizadas con anchoas. Más tarde unas ligerísimas tartaletas de camarones y un bombón en el que el Campari de años anteriores se ha sustituido por un Barolo quinato, que mantiene el juego de amargos. Hay más, un bombón de trufa de verano y otro clásico, el bocadito de brioche, que ahora es de boletus edulis (ceps) y mantiene la maravillosa delicadeza de siempre. Y cerramos este bloque con un soporte metálico con forma de coral en el que se presentan dos cucharillas. Una contiene un ceviche de berberechos, la otra un escabeche de percebes con caviar de albariño. Tremendas ambas. Aún hay tiempo para un guiño, las “setas mágicas”: unos trocitos de algo que no reconocemos (y que son ceps desecados) se introducen en sal muy caliente y de ella surgen unas pequeñas setas. Pura diversión en este caso.
Tras servirnos unos panes adictivos empieza la parte “seria” del menú. Y no lo puede hacer mejor. Un consomé vegetal, con verduras, setas y tubérculos. Es una infusión fría, nunca llega a hervir, mucho más respetuosa con el producto. Plato lleno de color, cargado de matices y de texturas… mágico. Abre el camino a un nuevo concepto de sopas. Creatividad absoluta sin que el cliente apenas lo perciba. Sigue el juego de los piñones verdes y tostados, puros contrastes con sabor mediterráneo. Y la alfombra de castañas, hecha con castañas a la brasa, estragón, hinojo, naranja confitada y yuzu, que nos trae el otoño a la mesa.
Otro platazo, que además abre nuevas líneas de trabajo, es la cebolla negra fermentada con helado de bearnesa. Está Joan Roca experimentando con las fermentaciones, que abren un inmenso campo. En este caso, al comer la cebolla parece que estamos tomando un guiso de carne sin que esta tenga presencia alguna. La sensación se refuerza con ese helado de bearnesa. Espléndida también la caballa marinada en vino blanco con encurtidos y botarga, otro plato tan visual como intenso de sabor. Y tiempo de setas: amanitas cesáreas curadas en sal con una yema de huevo que se marina en un miso casero que hacen a partir de cáscara de arroz de Pals. Técnicas de otras culturas al servicio de nuestros sabores de siempre, en este caso de un revuelto de setas.
Del mar llegan los dos siguientes platos, probablemente los dos mejores de la noche. Espectacular la ensalada de ortiguillas, navajas, espardeñas y algas escabechadas. Para evitar rechazos con las anémonas se hace una crema con un sabor de enorme potencia (recuerda al del placton de Ángel León, pero con más elegancia) que acompaña a los otros ingredientes marinos. El mar, su intensidad, en la boca. Va a ser uno de mis candidatos a plato del año. Y no menos espectacular la versión de la gamba de Palamós, la mejor de cuantas he tomado, y son bastantes, en esa casa. Difícil superarse con un mismo producto año tras año. El cuerpo ligerísimamente pasado por las brasas, casi crudo. Al lado el jugo de la cabeza con algas y agua de mar, las patas fritas, y la cabeza, presentada como una cucharilla, para extraer de un bocado todo su sabor. Se completa con un bizcocho de placton.
Más mar, y más satisfacción. La cigala a la piedra (o mejor en este caso a la Roca). El cuerpo del crustáceo se presenta sobre piedras calientes en las que se vierte vino palo cortado. Con ese vapor, que embriaga de aromas fantásticos al comensal, se hace la cigala. Al lado una tacita con una bisque de su cabeza con capuchino de avellanas. Y al otro lado una cucharilla con caramelo de Jerez. Como cuenta Pitu Roca, este es un plato que representa a los tres hermanos: la “Roca”, la cocina de la cigala, el vino, y el toque dulce. Siguen unas angulas (que me dicen que se han pescado en la zona) con anguila. Curiosa combinación, que funciona muy bien. Y se cierra el bloque marino con el lenguado a la brasa, impecable de punto, con su piel crujiente al lado, y unas cremas de ajo negro fermentado, ajo blanco y perejil. Amargan demasiado estas cremas, una pena.
Y del mar a la tierra. Excelente el cordero especiado, servido en pequeños trozos, con una flor de alcachofa que se hace con el corazón de la hortaliza y se monta pétalo a pétalo. Presentación oriental. Lleva también yogur de curry, verduras y cítricos. Y mejor aún la trilogía de pichón. Por un lado una nube de arroz sobre la que aparece el “corazón” del pajarito. Está hecho con los menudillos. Por otro, un intenso consomé. Y por otro una morcilla de pichón con su pechuga, con una textura increíble, encima. Un lujo. Rematamos con un clásico de Joan que me encanta y que empezaba a preparar precisamente esta semana: la royal de liebre a la royal, con frambuesa a la brasa, remolacha, ajo negro y cacao. Cada año que la como me emociona más. Un guiño al clasicismo desde una perspectiva moderna.
Capítulo dulce (con Jordi viajando estos días por Asia). El helado de masa madre, que ya probé el año pasado sigue igual de bueno, envuelto en un merengue de vinagre balsámico sobre lichis salteados. Ahora se presenta en una especie de masa de pan con un artilugio que mueve el helado. Guiño al espectáculo sin alterar el sabor. Igual de buena que siempre también la manzana caramelizada (que según me cuenta mi hija fue protagonista en uno de estos programas-concurso televisivos), un postre en el que se entremezclan la complejidad técnica, el espectáculo visual y el sabor. El tercero fue el único pinchazo de la noche (pinchazo, claro, en relación al nivel del resto). A base de nueces tiernas, crema de ratafía (aguardiente que se hace en Cataluña) y limón. Muy potentes los toques cítricos, pero el resto muy plano. Con las cremas del lenguado, las únicas sombras de un auténtico Festival.
Y a la altura del menú los vinos por copas que nos seleccionaron Pitu Roca y su equipo, con algunas joyitas muy especiales. Una deferencia que les agradezco especialmente. Champán Jacques Selosse Le Bout de Clos para todos los aperitivos; un siciliano Pithos Bianco 2011; Patrick Christophe Bonnefond Côte Chatillon 2011 (sólo consigue seis botellas por añada); el Flower Power 44 de equipo Navazos; Lucien Lemoine 1er cru Les Folatieres 2005; Silex 2004; Jamet 2009 de Côte Rotie; Domaine Joseph Voillot 1er cru Les Fremiets 1994; y Chateau Montrose 1996. Con los postres, buena apuesta por un sake de alto nivel para el helado de masa madre, Katsuyama Gozenshu Gen, y además sidra dulce Malus Mama 2009 y La Bota NO cream 19 de nuevo del equipo Navazos. Poco que comentar a esta lista.
Y con los cafés una larga sobremesa con Joan y con Pitu hablando de ellos (poco, que no les gusta) y del mundo de la gastronomía. Cinco horas largas de satisfacción absoluta y de ratificar que los Roca son, hoy por hoy, los más grandes en todos los sentidos.
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