Llevaba mucho tiempo queriendo visitar BON AMB, el restaurante de Alberto Ferruz en Jávea. El primero que me habló de él fue Antonio Vergara, que con su buen ojo apostó por esa casa casi desde sus comienzos. Hasta el punto de que para sorpresa de todos en su guía anual de la Comunidad Valenciana de 2014 (una auténtica pena que ya no se publique) la situó en tercer lugar sólo por detrás de Dacosta y Camarena. Fue ese año cuando Bon Amb recibió su primera estrella. En la última Michelin, sólo seis años después de su apertura, alcanzó la segunda. También uno de los blogueros históricos de Salsa de Chiles, Altolaguirre, buen observador de lo que ocurre en esa zona de Levante, nos hablaba ya del restaurante en sus comentarios de 2013 marcándolo como un imprescindible.
Por distintos motivos no he podido comer allí hasta ayer mismo. Sin duda un error. He comprobado que las dos estrellas que ostenta son muy merecidas (algo que no siempre ocurre). Para empezar, el entorno del restaurante es francamente bonito y acogedor. Y los comedores, modernos y muy luminosos. Dirige la sala con acierto Pablo Catalá, con el apoyo de un buen sumiller, Enrique García Albelda, y un equipo muy profesional (al que sólo le pediría que no pregunten al final de cada plato si ha gustado, no es necesario y resulta muy pesado), que remata muchos platos en la sala.
Ferruz, 34 años, afincado ahora en Jávea pero aragonés de nacimiento (de Cariñena para ser precisos), cocina muy bien. Con descaro, sin encasillarse, demostrando en cada plato la buena técnica aprendida junto a Martín Berasategui y el refinamiento que adquirió en una posterior etapa de cerca de dos años en el Taillevent parisino. Elaboraciones vistosas, muy frescas y protagonismo de fondos y jugos tan suculentos como arriesgados en los que juega con toques cítricos, picantes, agridulces. Siempre enraizados en el territorio, tanto en su producto como en la recuperación de tradiciones culinarias como la de las salazones o los pescados secados al sol.
Todo gira en torno a tres menús, aunque el cliente puede pedir a la carta los platos que integran esos menús. Los precios, 94, 114 y 140 euros en función de su longitud. Nada más llegar, al cliente se le pasa a una mesa donde se sirve una infusión con aceite de anchoas y se cortan unas láminas de pescado azul lañado (curado en sal). La idea es reproducir dos elaboraciones ancestrales. De ahí al comedor para comenzar con una serie de aperitivos entre los que sobresalen el dentón sacrificado con técnica ike-jime, el caldo agripicante de almejas y cangrejo, una tostada con erizo, y el lomo de sardina. Algo pesadas un par de cocas a pesar de ser pequeños bocados.
Metidos ya en faena, muy interesante la hidromiel de escabeche de raíces con buey de mar y rábano sobre la que se ralla un poco de sal de apio. Pero me gustó más el “nabo rotini”. Un nabo cortado en espiral con yema de huevo en salazón sobre un potente caldo de legumbres con grasa de vaca. Al comerlo todo junto sale el sabor de un cocido tradicional. Plato tan sencillo como rico.
El maitre presenta en la mesa dos grandes ventrescas de atún. Ambas están curadas en sal pero la primera se seca luego al sol mientras que la segunda sigue en sal más tiempo. Corta unas láminas y a la que está oreada al sol le unta, con una brocha de romero, un poco de miel de tomate que le da un punto muy peculiar. Las dos estupendas, pero me quedo con esta soleada. Al lado, un guiso del magro de la ventresca en un potente caldo de tomate fermentado y fondillón con garbanzos tiernos.
Ricos los tallarines de sepia en su tinta encima de los cuales se rallan huevas de la propia sepia curadas al sol, y excelentes las quisquillas ahumadas con jugo de verduras (al que de nuevo le ha añadido grasa de vaca) y hierba del rocío, plato elegante que Alberto considera ya como un clásico. Si las quisquillas están buenísimas no les van a la zaga las cocochas de merluza con un pilpil de encurtidos valencianos, que conjugan la potencia de sabor del pilpil y la delicadeza de las cocochas. Más producto marino con unas espardeñas en jugo de salmonete con amontillado y tapioca. En el plato, unos chicharrones de la piel del salmonete bien crujientes. De llevarse una bolsa para el aperitivo. Quisquillas, cocochas y espardeñas forman una trilogía brillante.
Seguimos en el Mediterráneo con una cigala asada en kamado con natillas de su coral (algo insulsas), acompañada por una infusión tai, y a continuación anguila del Perelló ahumada, con un jugo de coliflor a la romana y angulas. Dos platos de gran nivel que dan paso a las carnes. Primero una “pancita” de cordero aragonés con suero de leche de oveja y salicornia, que se adorna, innecesariamente, con caviar. Y luego el pato. Muy interesante el juego que hace Ferruz con el canetón. Lo envuelve en grasa durante 20 días y luego lo asa. Con él da tres pases que rematan a parte salada del menú: una sopa de pato con trozos ostra (previamente cortada en la mesa y añadida a la sopa) y yema de huevo en salazón, mar y montaña muy sabroso; un potente arroz de pato con pimentón, y finalmente el magret en una salsa muy reducida. Les dejo imágenes de la secuencia completa.
Flojean los postres, en parte por lo fríos que llegan a la mesa. Insípida la crema de boniato y calabaza pese a llevar jugo de tequila y un toque de chiles. Tampoco aporta nada el cremoso de melocotón con helado de yuzu, hierbabuena y palo cortado. Bastante mejor el bizcocho con almendra marcona, miel y limón. Para beber, unas copas de champán, seguidas de un ribeiro Uxía da Ponte (no me acabó de entusiasmar), una estupenda palomino sin encabezar Forlong La Fleur 2015, un muy correcto pinot noir borgoñés de Labruyère, y un pinot gris neozelandés Main Divide Pokiri Reserve 2014.
Gran nivel el de este Bon Amb que justifica sobradamente el desplazamiento a Jávea.
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