Se ha situado, por méritos propios, entre los más grandes. Les hablo de Eneko Atxa, uno de los jóvenes cocineros españoles con mayor proyección en menor tiempo. En tan sólo dos años, entre 2011 y 2013, logró que su restaurante AZURMENDI pasara de una a tres estrellas Michelin. Algo muy poco habitual en una guía que suele ser tan lenta en sus decisiones, especialmente cuando se trata de conceder la máxima calificación. Fue, además, el primer cocinero vizcaíno en lograr el máximo galardón de la Guía Roja.
Enclavado en Larrabetzu (Vizcaya), muy cerquita de Bilbao, Azurmendi se encuentra en un impresionante edificio sostenible, perfectamente integrado en el entorno, todo él a base de cristal, madera y piedra y dotado de los mayores adelantos tecnológicos. Allí, Eneko, uno de los cocineros menos engreídos que conozco (y méritos tiene para serlo, ya podrían aprender otros con muchísimos menos galones que el vizcaíno) ofrece una cocina sólida y elegante, con raíces vascas y muy personal. En los platos, sabores limpios, combinaciones ligeras de gran técnica, cuidada estética y toques peculiares que invitan al comensal a divertirse. Divertirse, disfrutar, que de eso se trata (o debería tratarse) cuando visitamos un restaurante.
Nada más llegar, los clientes son recibidos en el gigantesco y espectacular atrio, de techos altísimos, lleno de vegetación, con troncos de grandes árboles muertos para ocultar las torres de ventilación. Allí reciben el primer aperitivo. Una copa de chacolí Gorka Izaguirre, que elabora la familia de Atxa, y una cesta de picnic que al abrirse muestra diversos “snacks”: tarta vegetal, bocadillo de anguila y un cóctel de chacolí presentado en una esfera.
De allí, una vuelta por la cocina, equipada con la tecnología más puntera y situada en el corazón del edificio, donde los comensales son saludados al unísono por todo el equipo de cocineros, bien numeroso por cierto. Allí se les sirve el segundo aperitivo. Avellanas presentadas en las ramas de un arbusto y un reconfortante caldo de alubias.
La tercera etapa nos lleva al invernadero. Cuando el tiempo lo permite, se trata de un recorrido por la huerta y el invernadero que ocupan la parte superior del edificio. Ahora, ese paso se da en otro invernadero situado junto a la entrada, donde probamos un vaso de morokil (crema de maíz muy tradicional en el País Vasco), una galleta de hierbas y queso, un falso algodón de espárragos y una hoja de setas.
Finalmente pasamos al comedor, tan espacioso como el resto de zonas. Unas trece mesas, con gran distancia entre ellas. Confortable y acogedor. Toda la pared es de cristal. De un lado, la cocina, del otro el valle que rodea Larrabetzu. Abajo puede verse también el primitivo edificio de Azurmendi, convertido ahora en zona para eventos donde hay un restaurante informal, “Pret a Porter”. Y rodeando todo los viñedos de los que sale ese chacolí Gorka Izagirre.
Siguiendo la tendencia habitual, en Azurmendi no hay carta. Sólo dos menús, Erroak y Adarrak, ambos a 180 euros, a los que hay que sumar el iva y, por supuesto, las bebidas. El primero con las últimas creaciones de Atxa. El segundo más centrado en platos que ya se pueden considerar clásicos de esta casa. Aunque el más clásico de todos, una de esas elaboraciones que pasan a la historia asociadas al nombre de un cocinero, aparece en los dos. La magnífica yema de huevo cocinada a la inversa y trufada al momento. Con una jeringuilla se extrae un poco de yema y se rellena la restante con jugo de trufa. Integración de sabores que estallan en la boca. Antes, en nuestro menú, las aceitunas heladas con un vaso de vermut son una introducción simpática que nos lleva a los aperitivos clásicos.
A partir del huevo, los platos se suceden con un ritmo perfecto, servidos por un equipo extremadamente profesional y discreto que se ha renovado recientemente. Miguel Coronado, con larga trayectoria que incluye su paso por El Bulli y unos años fuera de España, dirige la sala. Y de la bodega se ocupa con acierto un sumiller jiennense, Juanma Galán. Sumen muchos y buenos detalles como los estupendos panes caseros: de leche de caserío, de espelta o de maíz de Munguía.
En este menú de otoño todo está a gran nivel, pero hay dos platos que me parecieron por encima del resto. Por un lado el de erizo con su emulsión y un gel de chacolí de vendimia tardía. Una explosión de sabores marinos perfectamente contrarrestada por la acidez con punto dulce del chacolí. Por otro, magníficos los dos pasos en torno a las setas. Primero, unos noodles de setas en caldo de gallina y su parfait, delicados e intensos a la vez. Y a continuación una setas al ajillo (los mismos fideos, pero fritos con ajo) sobre crema de boletus y acompañadas por esferas de huevo frito. Dos platos que por sí solo justifican un menú y encumbran a un cocinero.
Pero hubo bastante más. Por ejemplo la ostra sobre su propio tartar con un licuado de algas y rúcula muy intenso, tanto que recuerda al plácton, aunque no lo lleva. Al lado una ortiguilla de mar en tempura, muy buena. Platos marinos también el bogavante asado y descascarillado, con un crujiente y una mayonesa del propio crustáceo. Todo con su caldo, bien intenso. Un bogavante en texturas que es otro de los grandes platos del menú. Y los dos pasos de la merluza. Espléndidas las cocochas con un pilpil de hierbas y patatas suflé, y no desmerece el lomo del pescado rebozado y frito, bien crujiente, con un jugo de pimientos asados. Una reinterpretación, desde la máxima aparente sencillez, de la merluza frita con pimientos fundamental en el recetario popular vasco.
También hay carnes. Especialmente buenas las castañetas (o castañuelas) de cerdo ibérico guisadas a baja temperatura y glaseadas, con una especial melosidad. El contrapunto a esta glándula salivar lo da el queso de Etxano y una base de trigo guisado. Otro plato para recordar. Más soso, tal vez lo más flojo del menú, el cochinillo frito en su jugo, ligeramente picante, con albahaca y flores carnosas. Quizá debiera servirse antes de las castañetas, que son tan potentes. El punto y aparte de los platos salados lo pone un pichón impecable de punto, sobre una duxelle de setas de otoño y habas. Al lado, sobre una tostada, su hígado tratado como un paté. Perfecto remate.
Tiempo de los postres, que se abre con uno muy fresco de manzana, yogur y pepino, tres ingredientes en perfecta conjunción. Sigue otro a base de plátano, coco y menta que me convence menos. Y se termina con una combinación de chocolate, cacahuete y regaliz francamente lograda. Todavía con el café llegarán unos petit fours de apetecible aspecto pero para los que ya no queda demasiado hueco.
El sumiller, Juanma Galán, hizo una perfecta selección de vinos, inaugurada con un champán Christophe Mignon y que tuvo continuación con algunos guiños a su tierra andaluza, como la manzanilla pasada Maruja. También un buen pinot noir de Nueva Zelanda, el Hunters 2008, y ese gran chacolí criado sobre lías que es el 42 “by Eneko Atxa”. Todos a la altura de una gran comida en uno de los restaurantes más imprescindibles que tenemos en España en estos momentos. Si aún no han estado, no se lo pierdan.
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