Hace tres años, Paulo Airaudo irrumpió con fuerza en la compleja escena gastronómica de San Sebastián. Venía de Zúrich, donde tuvo una estrella Michelin con una trattoría. Estrella que recuperó en la capital guipuzcoana con AMELIA a los pocos meses de su apertura. Natural de Córdoba (Argentina), Airaudo es un ciudadano del mundo que ha estado en cocinas importantes como las de Arzak o The Fat Duck. Su cocina es libre, provocadora, muy personal, con una base clásica y un nivel técnico considerable, intensa en sus sabores como consecuencia de combinaciones arriesgadas de ingredientes con caldos y salsas, aunque siempre bien medidas y con resultados equilibrados. Se divierte él y logra que también lo hagan sus clientes.
Desde hace unas semanas, Amelia se ha trasladado a un magnífico emplazamiento, el nuevo hotel VILLA FAVORITA, frente al Cantábrico, en plena playa de La Concha. Un sitio ideal para alojarse. La pena es que las vistas del mar sólo se tienen desde las habitaciones y desde el bar, que cuenta con una agradable terracita. Allí podrán tomarse un buen cóctel, aunque cuidado con el bolsillo porque los precios son altos. El restaurante no tiene vistas. En la planta sótano, sin luz natural, aunque el espacio es moderno y acogedor. Una barra para doce personas (en tiempos normales, claro) enfrentada a la cocina abierta donde trabaja un numeroso equipo de cocineros es la protagonista, aunque también hay tres mesas amplias con capacidad hasta para seis u ocho comensales.
Amelia sólo abre las noches de martes a sábado (con dos turnos) y el sábado a mediodía. Como única opción, un menú degustación ceñido a la temporada por 170 euros. Y dos alternativas de acompañamiento líquido por 82 y 127 euros respectivamente. Si lo prefieren, la mayoría de vinos se sirven por copas. Sentado en la barra, viendo de cerca la intensa actividad del equipo de cocina, llegan los primeros aperitivos. Unas láminas de guanciale, una tartaleta de polenta rellena de changurro y cubierta con huevas de salmón, una zamburiña (auténtica zamburiña) con un delicado aceite de vainilla, y medio hongo pasado por la plancha. Buen comienzo.
Unas láminas de abalón sobre puré me confirman que este es un marisco muy sobrevalorado, excesivamente basto. Todo lo contrario que el chicharro que le sigue, un pescado infravalorado. En crudo, con un estupendo caldo de hinojo ahumado y picante al que se añaden unas gambas y láminas de nabo. Tan sobresaliente como los capeleti con queso taleggio en un intenso consomé de tupinambo reforzado con galanga y unas láminas de las primeras trufas blancas. Enorme plato, en el que aparece la pasión de Airaudo por la tradición italiana de sus abuelos pero aportando sabores diferentes. La masa de los capeleti, fantástica.
El cocinero sigue la tendencia de servir el pan como un plato más del menú. No es un pan normal ya que lo hace con patata. Y para untar, en lugar de mantequilla, grasa de chuleta ahumada. Contundente. Volvemos al pescado con un rodaballo en el que se aprecia el interés de Airaudo por el mejor producto, siempre fresco, local y estacional. Sobre una beurre blanc de sake (de nuevo la importancia de los fondos), con capuchina, mejillones y el toque picante de la “nduja” calabresa. Una mezcla compleja de ingredientes que sin embargo funciona a la perfección.
Esa combinación de productos del mar y embutidos se repite en el siguiente plato, un arroz con cigala y chistorra, de nuevo con matices picantes. Rico, pero para mi gusto el grano está demasiado entero. Más pescado, ahora un rape con salsa bagna cauda (otra vez la influencia italiana), magnífico el rape y excelente el juego de contrastes cítricos y picantes. Uno de los cocineros nos enseña entonces una codorniz entera de notable tamaño. Está hecha a baja temperatura y rematada luego en la parrilla. La corta y sirve una pechuga del pájaro con puré de maíz, jamón, foie gras y una salsa de ajo negro. Buen tratamiento clásico de la caza.
Original la presentación del queso. Un rulo de cabra de Ronda desmigado y mezclado con polen y miel. Gran equilibrio. Da paso a un postre de chocolate blanco al que se añaden unas gotas de vinagre balsámico de 40 años y se acompaña con hongo maitake y turma de Hungría. Una vez más una atrevida combinación que funciona bien, en este caso con predominio de los sabores terrosos y amargos. Para rematar, banana, ron y caviar. No sobra aquí el caviar, que aporta un punto salado y marino que equilibra el plato.
Interesante la selección de vinos que nos hizo el sumiller de una bodega en la que la mayor parte son biodinámicos: Taika Castell d’Encus 2013 (Costers del Segre); Juiell Camerlengo 2019; cerveza IPA Fire Kong; Barolo Reva 2016; champán semiseco Ernest Remy Blanc de Noirs y un sake Rihaku Nigori. Buena compañía para un menú de mucho nivel que abre un nuevo escenario en el panorama gastronómico donostiarra.
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