Carlos Maribona el 19 nov, 2010 A todos nos ocurre de cuando en cuando. Comer o cenar en uno de esos sitios de los que nos han hablado bien, o incluso muy bien, que en todas las guías figuran con altas puntuaciones, y de donde sin embargo salimos decepcionados. Lo que nos encontramos no responde a las expectativas que llevábamos. Eso es lo que me ocurrió el viernes pasado en uno de los restaurantes emblemáticos de Barcelona: GAIG. En honor a la verdad esperaba algo más. Conozco a Carles Gaig desde hace bastante tiempo ya que hemos coincidido en distintos actos y congresos a lo largo de la geografía española, pero sin embargo no había estado nunca en su casa, que ahora se encuentra en la primera planta del hotel Cram, en la calle Aragón. Tal vez fue una mala noche. Porque de lo contrario no puedo entender la estrella Michelin, ni ese 9 sobre 10 de la Gourmetour, ni los dos soles en la Repsol, ni el 8 de LMG. Repito, no estoy diciendo que cenara mal, pero no al nivel que señalan esas calificaciones, ni al que cabe exigir por sus precios. Se lo cuento. El espacio que ocupa el restaurante, al que se accede subiendo una escalera desde la planta baja, es moderno y elegante, aunque algo frío. Mesas bien espaciadas para asegurar la tranquilidad, aunque desgraciadamente un grupo grande, con ese tipo de gente que ignora a los que les rodean y no pueden entenderse entre ellos más que a gritos, turbó un tanto esa tranquilidad del comedor, algo que también influyó seguramente en nuestra percepción general. El servicio de sala, muy profesional y amable, especialmente el maitre (segundo maitre, supongo, porque la titular es Fina Navarro, la mujer de Gaig, a la que no vi por allí, como tampoco al cocinero). Todo a pesar de que alguna camarera se empeñara toda la noche en ignorar que nuestra lengua es el español y nos diera, una tras otra, las explicaciones en catalán. Hubo otro par de detalles impropios de un sitio de esta categoría, ambos relacionados con el vino. Una pena porque la bodega, al menos sobre el papel, es realmente magnífica. Primero pedimos un Pouilly Fuissé de Latour, que en la carta figuraba como de 2006, y la botella que nos traen es la de 2009, que están a punto de abrirnos. Lógicamente la rechazamos. Salimos ganando porque la cambiamos por un Condrieu 2003 de Guigal, excelente viogner del Ródano. Eso sí, la botella llegó caliente y tuvimos que esperar a que se enfriara. Como digo, dos feos detalles, aunque me dio la impresión de que también faltaba el sumiller titular. De ser así, demasiadas ausencias. Y vamos con la cena. Por lo que pude comprobar, la cocina de Carles Gaig es muy académica, muy técnica, revisando el recetario tradicional y casi siempre con sabores definidos, aunque encontramos alguna que otra excepción. Los mejores aciertos surgen siempre en los platos más enraizados en la cocina popular catalana. Además de la carta se ofrecen dos menús a 77 y 98,50 euros respectivamente (a los que tienen que añadir los 5,50 euros de pan y aperitivos, ya saben lo que opino de este feo detalle). Como estábamos algo cansados, y en contra de mi costumbre, optamos por el más breve. Los aperitivos, que regamos con una copa de manzanilla, consistieron en un rico buñuelo de bacalao, una croqueta de carne, una galleta de alga nori y un crujiente de Parmesano. Además, muy buen pan, acompañado con el estupendo aceite extremeño del Marqués de Valdueza. Este capítulo del pan, tan cuidado en Barcelona, tan abandonado en Madrid, es algo que siempre me produce una sana envidia cuando visito restaurantes en la Ciudad Condal. El menú comienza con una sopa de tomillo de la que lo mejor es el aroma. Porque sale fría y, como lleva aceite, este flota en la superficie del caldo provocando una sensación un tanto grasienta. Mejora bastante otra sopa, esta sí intencionadamente fría, de tomate con “texturas de frutos de mar” (algunos moluscos y crustáceos) que lleva por encima una espuma natural obtenida de la propia cocción de los mariscos. El conjunto resulta muy agradable. Llegan luego los dos mejores platos, que como les decía antes son los dos más enraizados en el recetario tradicional catalán. Sobresaliente el salteado de boletus y níscalos con butifarra negra, y para matrícula de honor el plato emblemático de Gaig que hace, este sí, honor a su fama: los canelones de carne con crema de trufa negra. Excepcionales. Si todo el menú estuviera en este nivel… Pero el lenguado con setas de temporada nos devuelve a otro listón más terrenal. Una pena, porque el pescado, como toda la materia prima que se maneja en esta casa, es magnífico. Sin embargo, llega pasado de punto, y la salsa, muy reducida, resulta potente en exceso y lo anula. Un fiasco. Cerramos los salados con otro plato de gran clasicismo, el lomo de ciervo con parmentier. Aquí sí está todo en su punto. Cargado de sabor. Impecable. Aunque sabemos que tienen un muy buen carro de quesos, lo pasamos por alto para ir directamente a los postres. Primero una revisión de la crema catalana servida en copa que lleva una base de gelatina de limón, en medio caramelo líquido y encima una espuma de la crema. Bien sin más. Mucho mejor el suflé de cacao al 72 por ciento, intenso de sabor, que se sirve muy caliente en una pequeña cazuelita. Un plato de chocolate de mucho nivel. Como de mucho nivel son los macarons que acompañan a los cafés . Al final, 282 euros dos personas (el vino eran 80). Un precio demasiado alto para una cena con tantos altibajos. Tal vez esa sea la causa (además de la crisis que azota con mucha fuerza a Barcelona) de que un viernes por la noche el comedor, con capacidad para poco más de medio centenar de personas, no estuviera lleno. ¿Dormidos en los laureles? Me queda la duda de si no hubiera acertado mejor cenando en la FONDA GAIG. Otro día será. Productos Gourmet Comentarios Carlos Maribona el 19 nov, 2010