Cometo periódicamente el error de llevar a mi hija al parque de atracciones del Tibidabo. Un parque burgués abandonado a los usos del colectivismo populista. Nada hay tan serio como la diversión organizada porque por cualquier grieta se le puede ver la sordiez. El Tibidabo hace años que está en patética decadencia: sólo Maragall, a través de Santi Sardà, y Javier de la Rosa supieron hacerlo brillar como cuando fue creado por el doctor Andreu pero con Ada Colau hemos llegado a Venezuela, como si Jesús hubiera sucumbido a los ofrecimientos del Diablo, todo lo contrario del motivo por el que a la montaña le pusieron Tibidabo.
Tenderetes cutres con productos que faltan y datáfonos que no funcionan, una animación de sonrojante vergüenza ajena, atracciones envejecidas y un personal que es una muy concisa y resumida explicación de por qué Cataluña se regodea últimamente en la queja cobarde y estéril, en la ausencia de cualquier indicio de inteligencia y en la mediocridad como único paradigma. Hay excepciones, como siempre, y muy notables. Pero Tibidabo capital Caracas. El ángel de luz ha caído y la Humanidad deambula a oscuras.
Ayer bajo un bochorno de los que hacen dudar de la eternidad y mientras mi hija subía con su amiga Neus a las Focas, una atracción que si no estuviera tan destartalada podría ser muy hermosa, fui a la cola de las camas elásticas para guardarle la vez. Cuando salió de las Focas yo ya era el primero y al incorporarse a la fila el chico que organizaba los turnos me dijo que la cola tenían que hacerla los niños y que mi hija se pusiera la última. Una norma no escrita en ninguna parte y eso tiene mérito en este parque socialista cuyos carteles con lo que está prohibido suelen ser más grandes que la cualquier diversión que las atracciones propicien.
Era un pobre chico por el que probablemente nunca ni su padre ni nadie han hecho cola en ninguna parte, mirada triste de gafa barata, vocabulario de colegio público, la piel rugosa de legumbre y táper. Apelaba, más que a una norma que no existía, a algo que en su vida no había conocido: y sin embargo él no fue lo peor, sino el alboroto que se formó en la cola cuando le protesté la limitación mental de lo que me decía. Ahí estaba la uña sucia del populacho arañando el aire de su resentimiento, con sus camisetas de descampado, con sus miradas de odio por tanta frustración alimentado, tampoco nunca nadie hizo cola por ellos.
“Claro, ahora imagínate que un niño viene con cuatro adultos que le van haciendo la cola en las distintas atracciones”, quiso decir una de las terribles mujeres que me rodeaban con una frase mucho más vulgar y desordenada. “Pues, claro, señora, en casa lo hemos hecho siempre así, y nos ha funcionado muy bien. Solemos subir al parque con las cuatro chachas pero hoy están de vacaciones”, y así fue como vi a la masa encenderse tan de cerca y tan absurda que por unos segundos dejó de darme miedo, para darme lástima, lo revolucionario.
Todo lo vi en aquellas camisetas de tirantes, en aquellos pelos de peluquería de Nou Barris, en aquellas pieles de porosidad como cráteres. Les vi la compra semanal en el Día con los paquetes de embutido que entre loncha y loncha hay una lámina de plástico y cuesta distinguir qué es cada cosa; les vi los palitos de cangrejo que ni son palitos ni son de cangrejo, su retórica de principal primera, el rostro impenetrable de tantas pasiones insatisfechas. Ahí estaban con sus hijos que ya tomaban todas las formas del desastre, con esas ropas que yo no había visto desde que un verano en Sort, cuando yo tenía nueve o diez años, vino un circo de un solo payaso con un mono y sus pobres hijos, seguramente de mi misma edad, tenían que montar el escenario y los bancos en los que nos sentábamos.
La turba es una falta de amor. En el fondo hay sólo y siempre soledad. No es dinero, es tristeza. No es extracción social, es lo que sucedió justo antes de despeñarte y resbalar sobre el carrito del Día hasta la cola de las camas elásticas en este insoportable día de verano. El chico de la atracción continuaba diciendo tonterías incluso cuando ya me iba de modo que volví para decirle: “Te mereces trabajar aquí”, lo que acabó de amotinar a la carne amontonada. Y aunque es cierto y triste que se lo merece, y probablemente sin salvación posible ni siquiera remedio, lo verdaderamente dramático es que existe una humanidad expresamente fabricada para hacer cola y quejarse. Son el relleno de la Creación y aunque siempre lo hemos sabido impresiona verlos de tan cerca, tal como por mucho que me guste el cerdo me pondría enfermo asistir a un matadero.
Hay una humanidad que ha sido expresamente fabricada para la cola y el abucheo, para la industria del táper y lo multitudinario. Carne de cañón de lo que se compra y se vende a peso, murmullo del deshecho apenas distinguible, morralla que no merece el mar y sólo es invitada a brevemente vivir para acabar siendo el aperitivo de peces más nobles. Mano de obra intercambiable, eructo atroz de un mundo que necesita su infantería para falcar la mesa, para muscular el alma del genio y para hacernos de contraste, perquè és el contrast el que ens ajuda a estimar la vida.
Hay una humanidad que así nació y así morirá, gritando en la pescadería. La canción que ladran los perros al despuntar el alba. El relámpago que surge al borde de la tormenta. Una madre que es testigo de todo envía sus sueños frustrados hacia el cielo pero niega su necesidad de escapar y correr. Al alejarme vi como si la masa de la cola se volviera un sólo cuerpo parecido a un cubo de basura, aunque también podía ser una urna. No, la Providencia no alcanza para todos y hay veces que ni la música puede sustituir a las lágrimas.
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