Salvador Sostres el 20 abr, 2017 Ahora está la moda de querer ser feliz, que también es de secretarias. Y de dependientas. Todas quieren ser felices. Con la felicidad sucede lo que mi abuela decía del dinero: si quieres ser rico serás un desgraciado; si haces las cosas bien, el dinero vendrá solo. No hemos venido al mundo a ser felices. Muchos divorcios y muchas crisis de los cuarenta o de los cincuenta se habrían evitado si hubiéramos aclarado este malentendido. Hemos venido al mundo a hacer lo que tenemos que hacer y a hacerlo bien. Vivir es borrar las huellas del pecado original. Algo tendríamos que haber aprendido del Viernes Santo y de la Pascua. Yo he venido al mundo a ser el padre de Maria y a escribir para ensanchar los límites de la libertad y para dar esperanza a los hombres de buena voluntad. También para subrayar el mérito de algunos restaurantes, lo que tiene bastante que ver con ser el padre de Maria y con la esperanza porque los buenos restaurantes -y hasta los malos- son el resumen de La Civilización y quien aprende a comportarse en una mesa sabe comportarse en cualquier parte. Si saber estar en Via Veneto fuera una asignatura obligatoria no habría okupas, ni feministas, ni ecologistas, ni prácticamente izquierda. El mundo era más culto y más amable cuando a las damas se les daba la carta sin precios. Se empieza haciendo pagar a una señora y se acaba acampando en las plazas. La felicidad como meta es kitsch. Los hombres que quieren ser felices acaban comprándose un deportivo y desplumados por cualquier lagarta; las mujeres, liadas con su profesor de yoga, vistiendo la ropa de su nieta y con una medium que se lleva la mitad de la pensión que el exmarido les pasa. Si tienen hijos son carne de camello y de psiquiatra. Contra la moda de la felicidad, la eternidad del amor. Contra el entrenador, el confesor. Y contra la vulgaridad atroz del “vida no hay más que una”, el Calvario, la Resurrección y mi estrella Maria. Otros temas Comentarios Salvador Sostres el 20 abr, 2017