El domingo le busqué las costuras al día, el tobogán, el fondo de mí mismo que al principio me asustaba y que con el tiempo he ido encontrándole un espacio. Lo hago de vez en cuando, calculadamente. No podemos salir de lo que somos, y aunque está bien que en general tratemos de disimular, algunos días que acabo pronto de escribir y no tengo a la niña, siento que por unas horas nadie espera absolutamente nada de mí, y me dejo caer como cuando yo era lo más importante de mi vida. Es una mezcla extraña de vitalidad y resistencia, de júbilo y de la parte sucia, de lo que esencialmente soy y lo que me avergüenza, furia color de amor, amor color de olvido, apto ya solamente para la triste buhardilla.
No intento controlar lo que pasa y uso la ginebra como anestesia. Suelto a la bestia. Se me nota el caos pero nunca la tristeza. Larga sobremesa y tarde todavía más larga echada sobre mi parte menos negociable, menos elegíaca, más violenta, pero no por ello menos yo, ni menos mi vida. Conversaciones poco realistas. Situaciones forzadas. Viejos morbos que trato de recrear -muy patosamente.
Es un sueño que he tenido recurrentemente desde niño: el de deslizarme en una casa que no es la mía con un placer muy íntimo que me da el peligro pero sin el temor de que mi allanamiento sea descubierto, como si algo mágico me protegiera. Me lleva una fuerza que no es la mía, algo muy suave y que por fin me libera de tener que cargar con el gran peso del mundo.
Son largas, largas tardes en que me apuro, y poco a poco la euforia va dejando paso a una cierta sordidez, hasta que vuelvo a casa y en el espejo del ascensor veo que todavía permanece un aceptable, aunque algo fatigado, reflejo de lo que soy. Amo profundamente la vida y creo que lo prueba que hasta mis enemigos me reconocen que he sabido sacarle casi, casi, casi todo el partido. Fui además agraciado con el inmerecido gran premio de ser el padre de Maria.
De nada me quejo, todo lo celebro y agradezco, y aunque no tengo ninguna prisa por marcharme, hace tiempo que siento que estoy preparado para desprenderme: y con el mismo agradecimiento y la misma sonrisa con que aprendí; sin dolor, sin miedo, sin nostalgia ni mucho menos la pedantería de pretender que no puedo irme todavía porque tengo algo crucial que terminar.
No tengo ninguna advertencia, ningún malestar, ninguna evidencia médica, pero noto que hace tiempo que mi yo subyacente se está acomodando en el espacio mental, moral y espiritual de hacerme escribir esta frase recurrente: “tengo una buena relación con mi muerte”. Y no es que sea supersticioso, pero cada vez que mi yo se acomoda por dentro es por algo, porque si no hay nada, normalmente duerme.
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