La próxima vez que alguien diga que hay que escuchar la voz del pueblo; la próxima vez que alguien hable de la dignidad de la gente de a pie; la próxima vez que alguien proclame que los votantes nunca se equivocan, habrá que recordarle los resultados de ayer. Unos resultados mediocres, de sociedad naíf y caprichosa, de ciudadanía que no está a la altura de los desafíos que los tiempos plantean. Unos resultados de país desdeñoso, que ha perdido la tensión espiritual, el temor de Dios, el sentido del deber y la conciencia de destino.
La próxima vez que alguien diga que los políticos sólo buscan su interés, que no bajan a la calle, que no conocen los problemas reales de la gente, y que su nivel es escaso, habrá que poner a los españoles ante el espejo de lo que ayer votaron, para que se vean reflejados en su incapacidad, en su dejadez, en su impertinencia de niño consentido que tira la comida al
suelo ignorando el esfuerzo que ha costado comprarla y cocinada.
Los votantes también se equivocan. La gente de a pie es un conjunto vacío, y su supuesta superioridad moral, un mito. Ayer los españoles votaron mal, muy mal, y merecerían el estancamiento, el colapso y la ingobernabilidad que eligieron, y el consiguiente regreso a la crisis y a la miseria.
Pero no creo que suceda, porque aunque la gente en su arrogancia infinita no lo entienda, la mayor estructura de la democracia no son las urnas ni la participación ciudadana, sino la preciosa cantidad de mecanismos, contrapesos y canales que existen para preservar la libertad, la convivencia y la creación de riqueza cuando a la ciudadanía en su limitación se le ocurre votar no sólo acercarse al abismo, sino directamente el suicidio.
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