Yo no soy Hacienda, y me parece insultante que alguien trate de confundirme con ella. Que el Estado extractor, que va a por el individuo para machacarle, que va a por el talento para humillarlo, y que glorifica al holgazán saqueando al que trabaja; que el Estado atrofiado, sin ninguna compasión para los que creamos riqueza y alegremente la repartimos comprándonos ropas adecuadas y acudiendo a los grandes restaurantes, penalice el éxito y nos quiera igualar con los fracasados, es un cáncer y no un mérito de nuestra sociedad, tan colapsada de siniestros personajes acostumbrados a que les resolvamos sus problemas sin que ellos se sientan llamados a trabajar.
Yo sería Hacienda si fuera justa la proporción, si la solidaridad no se confundiera con un atraco, si el Estado respetara mi contribución moderándola, y negándose a repartirla entre los que pueden trabajar -que son legión, como el diablo- y simplemente no lo hacen porque no les da la gana. Hacienda sería yo si se persiguiera al gandul y no al que se esfuerza, si se premiara al que brilla y no al que es un desastre, y sobre todo, si alguna vez los paniaguados tuvieran el detalle de darnos las gracias. Las gracias por todo lo que trabajamos, las gracias por todo lo que les pagamos, las gracias por los colegios de sus hijos, las gracias por sus hospitales y por sus subsidios. Sí, las gracias. ¡Gracias, ricos! ¡Gracias, empresarios! Y no su arrogante, inaudito, miserable insultarnos.
No, no, no. Hacienda no soy yo. Hacienda viene a por mí como va a por cualquiera que destaque en su actividad. Hacienda son ellos, los que creen que tienen derecho a vivir de mi esfuerzo y de mis ganancias, los que creen que saben mejor que yo cómo gastar mi dinero, la tropa de parásitos, los liberados sindicales, los sindicatos, los quejicas, los manifestantes, los indignados, los de los días personales, los jueces de los despidos improcedentes, los médicos que firman cualquier baja laboral.
Ellos, ellos son Hacienda. Yo simplemente trato de escapar.
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