Salvador Sostres el 13 mar, 2019 España tendría que revisar su sentimiento hacia Puigdemont y quererle un poco más. El Estado y las instituciones y el pueblo español en general tendrían que dejar de ver al forajido con odio o con resentimiento y dejarlo de entender como un simple fugado. El hombre merece un crédito por lo que está haciendo, un reconocimiento. Está llamando imbéciles a absolutamente todos los independentistas: a sus partidarios y a los que en secreto le maldicen y querrían hablar de él en pasado. Nadie se había atrevido a ir tan lejos en su insulto, en su broma pesadísima, en su desprecio, Y menos ningún independentista. Puigdemont roza lo heroico, como un Blas de Lezo de ir por casa, cuando promete que si gana las elecciones europeas volverá a España. Lo prometió en las elecciones del 21-D y el independentismo en fila siguió al flautista hasta hundirse en el mar de la decepción. El lunes volvió a prometerlo y aunque naturalmente volverá a faltar a su promesa cuando llegue el momento, las mismas ratas de la otra vez acudirán al mismo naufragio bajo el hechizo de la misma melodía. Como un eterno ahogo, como una penitencia irreversible, Puigdemont está despojando a la turba separatista de cualquier dignidad y la está tendiendo al sol para que podamos contemplarla en su clamoroso ridículo. Puigdemont está humillando a sus votantes, demostrándoles y demostrándonos que son unos dementes, una insólita colección de abducidos patentes, agónicamente necesitados de su dosis de mentira para no despertar de la ensoñación republicana y poder continuar pensando que su vida ha merecido la pena en los últimos años, y que son algo más que unos pobres idiotas. España tendría que querer un poco más a Puigdemont, y hasta subvencionarle su estancia en Bélgica, porque ni el 155, ni el discurso del Rey, ni la irrupción de Vox han resultado tan letales y ofensivos para la idea de la independencia de Cataluña ni para los alocados soldaditos de gominola que aún creen que aguarda a la vuelta de la esquina. El expresidente está igualmente insultando a Esquerra, y de un modo incluso más grave, porque además de idiotas les está llamando cobardes. Cobardes de la cobardía de no atreverse a denunciar la mentira de Puigdemont, su fraude, su estafa, la inmensa burla con la que está exprimiendo a los catalanistas de buena fe. Y cuando ya mis amigos republicanos se creían los vencedores en Cataluña de las elecciones generales, y en Barcelona del Ayuntamiento, Convergència vuelve a tomar la delantera. Y no es culpa de España, ni siquiera de Puigdemont, que se dedica a mentir como ha mentido siempre Convergència. Es culpa de la falta de agallas y de hombría de los dirigentes de Esquerra, que tienen más miedo de sus votantes que ganas o alguna idea para liderarlos. No se atreven a decirles que la república no existe (¡idiotas!), ni que la independencia no aguarda a la vuelta de la esquina, ni que Puigdemont es un charlatán, ni que la única solución para el independentismo es votar la investidura Pedro Sánchez y negociar con él los presupuestos. No tienen lo que hay que tener, ni política ni moralmente, para dirigirse a sus votantes sin truco ni trampa y pedirles perdón por haberles engañado, por haberles prometido que tenían las estructuras de Estado preparadas, por haber jugado con sus ilusiones declarando una independencia vacía, hueca, que ellos eran los primeros que sabían que no iba a ninguna parte. Y Puigdemont que los conoce, y lo sabe, va a aprovecharse de tanta cobardía incomprensible para arrasar con su mentira, que de tan repetida, y de tan notoriamente mentirosa, ni siquiera puede ya considerarse un engaño y hay que elevarla a acontecimiento, a suceso, a hito. Y en estas alturas indiscutibles tiene España que abrazar a su hijo, y corresponder a su entregado modo de servir a la nación con el amor de madre que cualquier niño-hombre necesita, y más quien se está jugando la vida burlándose de los sonámbulos, en la confianza de que nunca van a despertar. Puigdemont es un conde-duque de Olivares, sin que se note el cuidado. Nadie había conseguido ser tan sibilino y tan letal para retratar a los independentistas, ni tan cruel para poner al independentismo -como secta- ante el espejo. España tendría que querer más a Puigdemont, y asegurarse de que no cae en el olvido, y ayudarle en lo que necesite para continuar idiotizando a sus masas. Teniéndole en forma, España se asegura su integridad, su tranquilidad, su circo para entretener al pueblo y hacerle más llevadera la medicina de la supervivencia. Con adversarios así los Estados descansan de su tensión sin fin, y es un alivio que por una vez no haga falta ir a molestar a la Guardia Civil. Otros temas Comentarios Salvador Sostres el 13 mar, 2019