El pueblo no vota a quien le cura sino a quien le droga, dice Nicolás Gómez Dávila en uno de sus escolios. No nos están curando: nos están drogando. Nos están administrando la dosis para que no recaiga sobre nosotros el peso de ninguna autoexigencia, de ninguna responsabilidad. Nos están drogando y es la droga más cara de la Historia, y para pagarla volverán a drogarnos. El pueblo quiere ser drogado. Y la gente, tan infantil, tan débil, tan asustadiza, tan poco acostumbrada a resolverse sus problemas, y ya no digamos a pagarlos, está encantada de ser la protagonista de este sicodrama, y ha aceptado la humillación creyéndose héroes: héroes drogados. Bastaba con aislar a los mayores y a los que ya antes sufrían alguna dificultad pulmonar, y dejar que la estadística hallara su cauce. Los demás podíamos haber ido a trabajar, y a cenar, observando algunas precauciones elementales. Pero los gobiernos saben que somos unos niñatos, saben que somos la sociedad más pueril y atrofiada de todos los tiempos, y que pedimos droga, la suplicamos; y cuando alguien nos propone soluciones complejas y esforzadas, aunque sean las acertadas, le organizamos un escrache y le llamamos fascista: hasta tal punto llega la mezcla de asco y pavor que nos da tenernos que comportar como mayores de edad. Droga, droga para todos. Grandes despliegues, hashtags, gente como munición sintiéndose parte del rebaño, orgullosa por fin de algo. La droga que sirve para que nadie piense, para que tengamos miedo y aceptemos cualquier majadería Con obediencia ciega. Droga para que no nos relacionemos con la realidad, y que al final nos parezca que todo este tiempo lo hemos pasado soñando.
Curarnos, ¿para qué? Es mucho más rentable drogarnos.
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