No hay nada tan español como creer que somos un desastre, esa baja autoestima que nos hace sentir ridículos, incapaces ante los retos, mediocres. Y no hay nada tan internacional como el prestigio de España en Europa y el mundo, la confianza en nuestra fortaleza para afrontar las dificultades y para crear progreso y prosperidad. Entre los países avanzados, somos un socio apreciado y fiable por mucho que la propaganda de populistas e independentistas viva de hacernos creer lo contrario y pretenda sumirnos en una tristeza y una desesperación que no existen para presentarse luego como los que vienen a salvarnos.
Entre los millones de turistas que cada año nos visitan y la brillante agenda internacional del Gobierno tal vez mereceríamos vivir algo más seguros de nosotros mismos, más pendientes de nuestra fértil realidad que del falso tremendismo de demagogos e inadaptados que buscan hacer su negocio a costa de nuestro desánimo. Nada hay tan español, tampoco, como lo agorero, lo supersticioso, la leyenda negra mientras fuera brilla el sol.
El futuro es también una cuestión de actitud y no basta con las acertadas políticas de un gobierno para que un país se instale en la senda del éxito y pueda aprovechar todas sus potencialidades. Tenemos que propiciar la esperanza, el estado de ánimo que da el empuje definitivo cuando seguir cansa y entonces eres dueño en lo que vales. Si por el contrario insistimos en creer que somos un desastre y en que nada de lo que hacemos merece la pena, al final acabará siendo cierto: y sería una lástima, teniendo un país tan extraordinario y un tan considerable talento para encajar en su tiempo.
Desconfía siempre del pesimismo, de la tristeza y del fin del mundo exactamente lo mismo que desconfías -y huyes- de la falta de higiene.
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