Ayer les conté a mi mujer y a mi hija que he decidido adelgazar, y ayunar durante once días.
Mi hija me dijo que ni estaba gordo ni quería que lo pasara mal sin comer lo que me gusta, me abrazó como abraza una niña a su padre, y me dijo que me quería.
Mi mujer en cambio me dijo que ya hacía meses me había dejado por imposible, que nunca le hago caso, que no entiende cómo he podido llevar ese ritmo, y mirándome como se mira a un bicho raro cerró sin más la puerta del baño.
Seguramente tiene más razón mi mujer que mi hija, pero los maridos también tenemos sentimientos, también somos débiles y necesitamos sentirnos comprendidos, y aunque a algunas esposas les cueste entenderlo, vivimos en el permanente esfuerzo por complacerlas.
La verdad está bien, pero los esposos ya la sabemos, porque cualquier imbécil que tendría que pesar 80 kilos se da cuenta de que no va bien si pesa 112. La verdad, los maridos, ya la sabemos, y precisamente porque la sabemos, y la sabemos entera, hace tiempo que nos duele constatar que los defectos se nos reprochen con tanta inquina, y las gracias y los méritos se nos reconozcan tan poco, y con tan poca ternura.
Mi hija sabe que estoy gordo, y que tengo que adelgazar, pero ha encontrado su manera de decirme que me quiere con sus abrazos y sus besos y sus mentiras piadosas, que me han animado mucho más a perseverar en mi empeño que la verdad verdadera de mi mujer.
Los hombres siempre estamos solos. Ser hombre es lo que más se parece a la soledad. Si tienes una hija tendrás momentos de luz como los que yo a veces tengo, pero siempre de fondo percutirá tu soledad sobre el metal. Ser hombre es cargar con tu vida y la de los tuyos, y tener asumido que de todo y siempre vas a ser el culpable. Y andar, y cargar, y andar, y cargar, aunque sólo sea porque debajo sólo te aguarda el vacío y el espectáculo debe continuar.
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