Su nombre significa “esperanza”, la que conserva de volver a su país cuanto antes. “Por mi, ojalá la guerra terminase mañana mismo. Pero no está en la voluntad de los políticos. Reclaman más y más armas. La violencia traerá más violencia y no la paz. Los ucranianos queremos paz” explica con tristeza.
Con una voz grave pero teñida de la dulzura de la madurez, salpica la entrevista con un “spasiva” tras otro. Aún no ha tenido tiempo de reposar el vuelco de 180 grados que ha dado su vida en poco más de dos meses. Aún así, da las gracias repetidamente.
Nedezhda, de 73 años, estaba jubilada, tras décadas de trabajo duro en la hostelería y el pequeño comercio. Vivía en Járkov, la que fue segunda ciudad del país, dónde la vida se paró el 24 de febrero. Una gran parte de sus dos millones de habitantes han huido, los que se han quedado a penas ven la luz del sol, escondidos en los refugios, pagando con su invisibilidad el precio de la guerra.
En las semanas previas había rumores que nadie quería creer. “Guerra había desde el 2014, pero localizada en el este. En el resto del país lo veíamos con cierta distancia. De repente el conflicto se fue calentando poco a poco. Y ante nuestros ojos atónitos los tanques cruzaron la ciudad y el ejército ucraniano tomó posiciones para defenderla. Y los rusos empezaron a atacar y disparar a los edificios. Las casas ardían. La gente salía despavorida por las calles”. Recuerda los llantos, las sirenas, los estallidos y la desolación.
“Cuando ves volar metralla a pocos metros de tu casa, cuando estallan todas las ventanas de tu edificio y los colindantes, te invade el miedo”. Durante los dos primeros meses ella resistía, pensaba que la guerra iba a parar en cualquier momento. “Empezaron a bombardear el centro de la ciudad, la universidad, las academias, todo hecho pedazos. Los aviones volaban bajo, tan bajo que los veía casi al ras cuando salía al balcón para ventilar la casa de noche. Las bombas caían y estallaban al impactar en los edificios convirtiéndolos en bolas de fuego. La destrucción ha sido despiadada”.
Frente a este espectáculo de escombros y sangre, comprendió que el final del conflicto no estaba aún cerca. Llevaba tiempo viendo salir a vecinos y familias. Caminaban hacia la estación. Ese 13 de abril metió una botella de agua, galletas, queso y algo de ropa en una maleta. “Ni siquiera metí fotos ni recuerdos personales. No sabes cuando volverás y, sobre todo, en ese momento no tienes cabeza para nada. El miedo te arrebata la razón”.
La estación era un hervidero. Desde ahí había una procesión incesante de autobuses para cruzar la frontera a Polonia. “Llegamos a un campamento de refugiados muy grande, con cientos de camillas. No era nada especial, pero las noches ya no se quebraban con el sonido de las sirenas. Estábamos fuera de peligro. Eso ya era mucho”. Sus ojos azules se inundan de lágrimas. Su voz se quiebra y por unos instantes se refugia en el silencio antes de continuar. “¡Spasiva, spasiva! Vaya labor complicada os ha caído sobre los hombros a todos los responsables de acoger, vestir y alimentar a los millones de ucranianos que hemos salido huyendo”. Gracias, gracias repite como un mantra.
Desde Polonia había diversas organizaciones encargadas de seguir dando salida a los refugiados. “Nos ofrecían distintos destinos dentro de Europa. Yo no sabía dónde quería ir, estaba sola, todo era desconocido para mi, nunca había salido de mi país. Había una plaza en un avión a España. La cogí. Sabía que era un país bueno, cálido, con gente alegre y hospitalaria”. En una carta habla sobre la acogida por parte de @ongrescate y de Cristina y María, coordinadoras del hogar. “Nosotros, escapando de los bombardeos encontramos aquí y en ellos calidez, comodidad y comprensión. Nos calentaron con el calor de sus corazones”.
Con nostalgia narra cómo de maravillosa era Járkov, saboreando los recuerdos de sus universidades, sus parques y sus academias, tan bonita y con un buen nivel de vida. “¿Cómo es posible que en pocas semanas todo se haya reducido a montañas de escombro? Era una gran ciudad.”
Aún se escribe con los pocos que se han quedado. Las noticias que llegan no son buenas. “Por supuesto que me gustaría volver, todo el mundo se siente mejor en su propia casa”. Las promesas de paz se han roto. “A los ucranianos probablemente nos va a costar perdonar y olvidar. Se ha derramado demasiada sangre”.
Rocío Gayarre
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