Cuando leemos un libro, en muchas ocasiones buscamos ser ese personaje que el autor nos presenta y nos da vida. Nos transformamos, nos trasladamos a ese mundo real o ficticio que provoca en nosotros una reacción y una influencia, que dependiendo de si el libro es bueno, nos hará bien o simplemente se nos presentará como algo indiferente, que una vez terminado el libro pasará al rincón del olvido en nuestro cerebro. Pero hay textos que una vez terminados es imposible que eso ocurra con ellos, como la excepcional Trilogía de Nueva York de Paul Auster (después de ser publicada en Anagrama ahora pasa a ser editada por Seix Barral).
Compuesta por tres obras: La ciudad de cristal (1985), en la que Auster nos revela a Daniel Quinn, escritor de literatura policíaca, que recibe una llamada telefónica de un desconocido que lo toma por un detective y le encarga un caso, desencadenando un búsqueda tanto exterior como interior muy reveladora. En Fantasmas (1986), un detective privado y el hombre al que debe vigilar juegan al escondite en un claustrofóbico universo urbano, llegando la novela al súmmum de lo metafísico, dando un golpe frontal al lector de calidad, realidad o ficción. En La habitación cerrada (1987) el protagonista debe confrontar los recuerdos de un amigo de la infancia cuando recibe la noticia de su desaparición y la novela se convierte también en una búsqueda en la que la intriga elegante e inteligente de Auster hace que esta novela sea un cierre excepcional de su magnánima trilogía.
La ciudad de Nueva York sirve como escenario excepcional y contenedor de unos textos que vuelcan y dan un punto de vista diferente y enriquecedor de lo que puede ser una novela policiaca, sin caer en los tópicos y típicas tramas de género. Como escribe Auster en La ciudad de cristal: «la buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencial; el centro del libro se desplaza con nada, suceso que lo impulsa hacia delante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado».
Se han escrito -y se siguen haciendo- muchas historias sobre Nueva York. Todo el mundo sabe acerca de la arquitectura incomparable, la elegancia cosmopolita, el estruendo constante, estridente, y, por supuesto, su extraordinaria densidad humana. Una densidad en la que hay millones de preguntas y respuestas por los últimos fundamentos del mundo y de todo lo existente, y Auster nos lleva a la búsqueda -o por lo menos a intentarlo- de lograr una comprensión teórica del mundo y de los principios últimos generales más elementales de lo que hay, porque tiene como fin conocer la verdad más profunda de las cosas, por qué son lo que son las y las vidas son como son; y, aún más hacerse preguntas como: ¿qué es ser?, ¿qué es lo que hay en el mundo?, ¿por qué hay algo, y no nada?, y ¿qué hago en este mundo?
Auster es una voz auténticamente estadounidense. Cualquier referencia a la experimentación narrativa en su propio trabajo provoca una indiferenciación, ya que el no se considera un experimentador: «Nunca experimento con nada en mis libros. Experimentar significa que no sabes lo que estás haciendo». A pesar de ser percibido por muchos como un escritor muy moderno, su visión de la narrativa es notablemente tradicional. Él ha dicho que «cuando escribo, la historia siempre es lo más importante en mi mente, y siento que todo debe ser sacrificado por ella. Todos los pasajes elegantes, todos los detalles curiosos, todos los llamados hermosos escritos, si no son verdaderamente relevantes para lo que estoy tratando de decir, entonces tienen que irse».
El autor mira, escribe, comparte, describe su entorno de forma brillante sobre aquel Nueva York de calles anchas, del puente de Brooklyn, en el que «sus detectives» también miran, escuchan y son quienes se mueven por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido a lo que hacen. Por lo tanto, el escritor y el detective son intercambiables. Entonces el lector ve el mundo a través de los ojos del detective, experimentando la proliferación y sensaciones de sus detalles como si fueran nuevos, llegando incluso a hacerlos suyos.
En definitiva, toda una lección de responsabilidad literaria, que quién no la haya leído hasta ahora debe hacerlo sin falta. Una obra que es un impulso hacia una metafísica comercializable y entendible. Fue un primer gran éxito de Auster, esta extraordinaria trilogía, una novela tripartita reflexiva, a veces aterradora, en la que el destino se impone en la ficción, y que debe ser uno de los pocos libros que se pueden comprar en la librería de un aeropuerto que hable sobre la aniquilación de una identidad en el mundo urbano.
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