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La última “contraarmada” inglesa en 1597

La última “contraarmada” inglesa en 1597
Agustín Ramón Rodríguez González el

Los historiadores británicos suelen acabar la relación de la guerra entre Felipe II de España e Isabel I de Inglaterra con la narración de la supuesta gran victoria inglesa sobre la Armada de 1588. Afirman por lo regular que, con semejante decisiva victoria, Albión se hizo con el dominio de los mares del planeta, y apenas vuelven a mencionar hecho naval alguno hasta los tiempos de Cromwell, ya en la segunda mitad del del siglo XVII, con lo que se saltan más de cincuenta años de historia naval inglesa.

No vamos a analizar aquí la discutible victoria inglesa de 1588, debida más a los errores estratégicos y logísticos de Felipe II que al mérito de los marinos insulares, ni recordar la larga cadena de derrotas posteriores de los pretendidamente invencibles marinos isabelinos, como la “Contraarmada” contra Coruña y Lisboa de Drake al año siguiente, el combate de Flores en 1590, donde los españoles apresaron al “Revenge”, galeón insignia de Drake en 1588, o la última campaña de Drake y Hawkins contra el Caribe español de 1595, que se saldó con otro auténtico desastre y la muerte de ambos, por no citar otros hechos.

Un aislado y poco meritorio éxito

Pero al año siguiente, 1596, la suerte favoreció a los ingleses, con la gran expedición angloholandesa que tomó y saqueó Cádiz. Sin embargo la causa de la derrota española radicó más las en faltas propias que en las virtudes del enemigo: la guarnición de Cádiz, una milicia de vecinos mal armados y disciplinados, aparte de muy inferiores en número a los desembarcados,(la ciudad entonces no tenía catorce mil habitantes y solo las tropas de desembarco sumaban al menos ocho mil) sucumbió al pánico y apenas luchó, y en el mar solo presentaron batalla seis galeones en la entrada de la bahía, apoyados por una treintena de galeras, al centenar y medio de buques enemigos. Viendo la partida perdida, y tras echar a pique a dos buques enemigos en duro combate, se ordenó el abandono y quema de los galeones, dos de los cuales pudieron ser apresados por los ingleses cuando ya estaban abandonados. Las galeras, gracias a su movilidad y escaso calado, pudieron escapar. Pero la flota de Indias, anclada al fondo de la bahía, decidió quemar sus buques para evitar su caída en manos del enemigo. De todos modos era una flota de ida, con lo que su carga era mucho menos rica e importante que si fuera de vuelta.

Si el mérito militar de lo conseguido fue pequeño, según vemos, el daño causado fue mayor que el beneficio, pues los atacantes no obtuvieron un gran botín, con lo que la empresa fue ruinosa para las arcas de Isabel Tudor, y tampoco consiguieron ninguna ventaja estratégica.

Y mientras, la armada de Martín de Padilla, enviada contra Inglaterra en ese mismo año, fracasó no por la acción de la flota inglesa, ausente y en Cádiz, sino por un durísimo temporal que la hizo volver deshecha y agotada. Así que salvo en el terreno moral (y en el material de algún afortunado saqueador que lograra ocultar su botín personal) el éxito inglés de Cádiz, si bien muy mortificante para los españoles, resultó de escasas ventajas reales para Isabel Tudor.

Una nueva “Contraarmada” angloholandesa

Isabel Tudor no podía estar satisfecha con semejante resultado después de una tan larga serie de fracasos, pero parecía que las tornas iban cambiando y que una nueva gran expedición, al año siguiente, podría significar el éxito decisivo. Martín de Padilla estaba reorganizando su baqueteada armada en Ferrol y Coruña para un nuevo intento de invasión de Inglaterra, el tercero, y era vital que una flota inglesa destruyera en sus propios puertos a la expedición española. Logrado lo cual, se ordenaba que fueran a las Azores a interceptar la Flota de Indias, con lo que el éxito se redondeaba: la destrucción de la fuerza enemiga y la obtención de un substancioso botín que aliviara la desesperada situación del Tesoro inglés, ya exhausto tras tantos años de guerra.

Al frente de la expedición iría, nuevamente, el nuevo favorito de la reina desde 1587: Robert Devereux, conde de Essex, un jactancioso petimetre poco versado en operaciones militares, y aún menos en navales, como demostró durante toda su carrera. Como lugartenientes llevaría a Walter Raleigh, el famoso navegante y corsario, que también había sido favorito de la reina, y a Thomas Howard, hermano del que fuera jefe supremo de la flota británica en 1588.

Los historiadores ingleses no se han extendido mucho sobre un suceso que les resultó tan desfavorable, así que resulta difícil obtener datos fiables y reconstruir los hechos, vaya aquí nuestro intento de recrear lo que fue esa casi olvidada campaña.

La gran flota se organizó en tres escuadras, cada una al mando de uno de los jefes, veamos su composición: En la de Essex el insignia era el galeón real “Merhonour” de 865 toneladas, luego reemplazado por el “Repulse” de 770 ante las averías del primero, en la de Howard, vicealmirante de la flota, la insignia ondeaba en el “Lion” de 500, Raleigh, “rearadmiral” y tercer jefe la izaba en el “Warspite”, de 648 toneladas, y cierran la lista 12 transportes armados y las consabidas cinco o seis pinazas, hasta un total de 77 buques.

Literalmente se había echado toda la carne en el asador, pero la flota inglesa fue mucho mayor pues muchos particulares, reanimados por el éxito del año anterior en Cádiz, se unieron por su cuenta a la flota, ansiando conseguir un gran botín. Según fuentes inglesas, se le reunieron entre 20 y 70 buques corsarios, que así de imprecisas son. Poco se sabe del cuerpo de desembarco, que no debía ser pequeño, excepto que embarcaron más de quinientos nobles en la expedición, soñando con la gloria y la fortuna.

Aparte figuraban los aliados holandeses, con diez buques de guerra al mando del almirante Jan van Duyvendoord, con insignia en el “Orange” y 15 buques de transporte.

    Robert Devereux, conde de Essex

Temporales, bajas y cambio de objetivo

Desde un primer momento, la expedición pareció condenada al fracaso: una primera salida se encontró con un temporal el 15 de julio, que obligó a regresar a sus bases, con tales averías en el insignia “Merhonour”, que tuvo que ser reemplazado por el “Repulse”. Tras las consabidas reparaciones, nueva salida el 17 de agosto y nuevo temporal, ahora del Oeste y N.O., provocando que dos de los mayores galeones quedaran inútiles por sus averías y debieran volver a puerto, con serias averías en los demás. Si esto sucedía con los mayores galeones de la flota, cabe imaginar como lo pasaron las embarcaciones más pequeñas, de peor diseño y menos robustas y marineras, pero las fuentes inglesas no mencionan ni naufragio ni baja alguna. Y como solía pasar en todas las expediciones isabelinas, y fuera por la tacañería de la reina o por la corrupción de los mandos, pronto empezaron a escasear los víveres e incluso el agua, con las esperables consecuencias en la moral y salud de las dotaciones.

Essex no tardó en desechar el ataque a Ferrol, aduciendo la mala mar y la retirada de los dos grandes galeones, que supuestamente llevaban la artillería de asedio. Así que bloqueó Lisboa y la costa portuguesa, hasta que el 30 de agosto le llegó un mensaje de Raleigh, cuyo escuadrón se había separado hacía días sin órdenes para ello, diciéndole que la armada española de Ferrol había zarpado de allí el día 4 con rumbo a las Azores, para escoltar a la Flota de Indias, quedando así suspendido el tercer intento de invasión de Inglaterra.

La noticia era falsa, pero Essex se la creyó a pies juntillas y dio la vela hacia el archipiélago portugués, donde llegó el 11 de septiembre, con el consabido chasco. Aparte la dura polémica entre Raleigh y Essex, y los tumultuosos y sucesivos consejos y juntas, lo cierto es que Essex y Raleigh actuaron siguiendo la tradición de Drake en su desastrosa “Contraarmada” de 1589: ignorar las órdenes de la reina, eludir un duro y peligroso combate y buscar en alguna otra parte un rico botín poco defendido. No se les puede reprochar que imitaran al supuesto gran marino que había hecho época.

Los ingleses y holandeses, faltos de víveres y de agua, se dedicaron a desembarcar para procurárselos en algunas pequeñas poblaciones de las islas, con las consiguientes escaramuzas con los pobladores, de escasa entidad y aún menor provecho. Sólo unos pocos buques quedaron montando guardia por si, finalmente, la Flota de Indias aparecía.

Otro olvidado gran marino español

La Flota que llegaba era crucial, pues se trataba de las de Nueva España y Tierra Firme reunidas. Pero además sucedía que los dos años anteriores no había habido flotas desde América, y por si faltara poco, el año anterior Felipe II, agobiado por la guerra, a la que se había unido la civil en Francia donde apoyaba a los católicos frente al protestante Enrique de Navarra, había vuelto a suspender pagos. Haberse apoderado de esa flota hubiera significado no sólo el fin de los ya mucho más graves apuros ingleses, sino la bancarrota total para Felipe II y una crisis gravísima para toda la monarquía española.

La Flota se componía de un total de 43 buques, entre los que figuraba su escolta de ocho galeones y dos pataches, siendo el resto buques más o menos grandes y más o menos armados, pero en general simples mercantes que bastante harían con defenderse de un enemigo mediano. Y recordemos que los aliados, pese a sus recientes desgracias, aún contaban con más de 120 buques, entre ellos quince galeones ingleses de primera línea y alguno más holandés.

Pero el jefe español, el capitán general de la Flota de aquel año, era todo un gran marino, casi totalmente olvidado, pero con una más que honrosa carrera: Don Juan Gutiérrez de Garibay.

Nacido en Medina del Campo hacia 1542-43, se alistó como soldado en Sevilla en 1566, pasando a prestar servicio en Florida, contra corsarios franceses e indios y resultando herido en la defensa de un fuerte en lo que hoy es Carolina del Sur. En 1571 embarcó en los galeones de la Armada de la Guarda de la Carrera de Indias, la escolta de las Flotas, ascendiendo cuatro años después a sargento y al siguiente a alférez, para llegar en 1581 a “Capitán de Mar y Guerra” tras largos y honrosos servicios.

Estuvo en la desgraciada expedición de Sarmiento de Gamboa a Magallanes para poblar y fortificar el paso, y luego en la capitana de los galeones de Castilla, la “San Cristóbal” en la Armada de Inglaterra de 1588. En 1593 ya era almirante, es decir, segundo jefe, de la Flota de Indias. Y cabe suponer su gran valía, cuando en esa época (y en muchas otras) tan difícil era que llegase una persona de tan modestos orígenes a tan altos puestos.

En 1595 era el segundo en la de Don Bernardino de Avellaneda que zarpó, con ocho galeones y 13 menores, en socorro de la América española amenazada por la expedición de Drake y Hawkins que, como sabemos, terminó en desastre y con la muerte de ambos. El resto de la flota inglesa, ahora al mando de Baskerville, recaló en la isla de Pinos, cerca de Cuba, para reparar sus buques con vistas al regreso a Inglaterra.

La armada de socorro española tras pasar un duro temporal invernal en el Atlántico, llegó averiada a Puerto Rico el 17 de febrero, pasó luego a Cartagena de Indias para completar las reparaciones. Pero apenas llegados, tuvieron noticia de sus enemigos, y con los buques y hombres apenas repuestos, salieron a toda vela. Garibay tomó la vanguardia con los tres más veleros y atacó a los buques ingleses, ya reparados y listos, pero con los botes y lanchas aún en tierra completando el aprovisionamiento y la aguada. Pese a su inferioridad, Garibay no dudó en atacarlos, apresando uno de los mayores enemigos, con 300 hombres de los que sobrevivieron 120 como prisioneros y una pinaza con otros 25, aparte de los botes y lanchas que los ingleses no pudieron recoger, al coste de uno de los suyos, incendiado y volado con pérdida de 80 hombres.

Avellaneda no tardó en incorporarse a la persecución, prolongada hasta el canal de Bahama, pero los buques ingleses arrojaron al mar piezas de artillería y carga para aligerar sus buques, y mojar las velas, para recoger mejor el viento, logrando escapar. Solo consiguieron regresar ocho de los 28 originales y en ellos menos de un tercio de las dotaciones.

Así que dos años después, en el 1597 de nuestra narración, Garibay había más que merecido ser el “Capitán General” responsable de tan importante Flota de Indias de las que tantas cosas dependían.

Un estruendoso fracaso

Ya sabemos la relación de fuerzas: bastante más de cien buques ingleses y holandeses desperdigados por las Azores, entre ellos no menos de 15 galeones reales de primera fila, contra 43 buques, la mayor parte mercantes repletos hasta la borda de carga y con escasa capacidad de defensa y entre ellos sólo ocho galeones de guerra y dos pataches o unidades ligeras.

Cualquiera se hubiera visto abrumado y cometido un fatal error, pero Garibay tomó la decisión adecuada: reagrupó a la Flota y la puso rumbo directo al fondeadero de Angra, en la isla Tercera, y como éste tuviera escasas defensas, desembarcó los cañones más pesados de los buques y los instaló en tierra, al tiempo que las dotaciones erigían fortificaciones de campaña rápidamente.

La flota aliada llegó el 8 de octubre, amagando y cambiando algunos cañonazos. El 16 se decidió Essex por un ataque frontal, una “bizarría” como dijeron sus enemigos, que anotaron que su insignia recibió: “…dos cañonazos que le deshicieron los corredores (salón de popa) y otro en el timón, porque no gobernaba y derivó luego gobernado con la escotas del trinquete y fueron a favorecerle luego todos los navíos de su Armada..” Pero no fue la única víctima, pues “…a la capitana de Holanda le dieron un cañonazo en el bauprés que se lo deshizo de alza a bajo”.

Ante semejante respuesta Essex retrocedió y volvió al bloqueo, peligroso para unos y otros, pues la rada de Angra no protegía de los temporales otoñales, ya próximos, del Oeste y NO. Nada se podía hacer en un ataque directo y se desechó el lanzar buques incendiarios contra los fondeados españoles. Tras muchas discusiones, se decidieron a desembarcar, siendo rechazados con pérdida de 200 hombres, siete cañones y cuatro caballos, aparte de numerosos botes. La única compensación inglesa fue apresar a un mercante y a alguna pequeña embarcación ajenos a todo.

Una genial evasión

Los atacantes se vieron así limitados a un inútil bloqueo, sabiendo que los temporales otoñales no tardarían en poner fin a la desdichada expedición.

Garibay vió entonces la oportunidad: ordenó reembarcar las dotaciones, levar anclas y dar la vela. Solo estaba vigilante el vicealmirante William Monson, con un puñado de buques, que se vió imposibilitado de frenar la salida, y pese a las señales y cañonazos para avisar al resto de su flota, tuvo que abrir paso a la española. Bien podía haberse sacrificado (como otros hicieron antes y después, incluso el mismo Garibay) atravesándose a los enemigos y entreteniéndolos hasta que se le reuniera el grueso. La ocasión lo merecía, por duro que fuera.

Pero Monson tenía buenas razones para ser prudente: en 1590 era el segundo jefe de una flotilla corsaria del duque de Cumberland, que fue sorprendida por las cinco galeras de Don Francisco Coloma cerca del cabo de San Vicente, que apresaron su buque, de 200 toneladas, 14 cañones y 150 hombres, y dos más pequeños. Monson pagó un rescate y fue liberado, pero aquella era una impresión de las que no se olvidan.

            

                                    Galera española de fines del siglo XVI

Así Garibay tomó por sorpresa nuevamente a la flota enemiga, dejándola en el más espantoso ridículo, y tras ser recibir el apoyo en su recalada de las divisiones de Don Pedro Zubiaur y de Don Francisco Gutiérrez, arribó felizmente a Sanlúcar, entre el inmenso alivio y alegría de todos.

Por cierto que en su flota venía un sorprendente pasajero: nada menos que el hijo de Hawkins, apresado por los españoles pocos años antes tras rendir su barco en una desgraciada expedición al Pacífico, y que volvía a Europa para su rescate.

Resulta interesante examinar las cifras de ambos contendientes en 1597: ingleses y holandeses habían conseguido movilizar unos 150 buques, mientras que Felipe II pudo contar con los 136 y 24 carabelas de la armada de Martín de Padilla, los 32 de Aramburu que iban a reforzarle luego, 7 galeras destinadas a la Bretaña francesa, y los 43 buques de Garibay, en total no menos de 235 buques, a los que deberían unirse los de las dos agrupaciones que le recibieron, y aún había mas buques operativos, aparte las galeras, vigilantes del peligro berberisco.

Las cifras demuestran claramente que en aquella dura y larga guerra, en que las pérdidas de ambos bandos se debieron más a causas operacionales (temporales y epidemias) que en combate, España estaba soportando mejor la prueba.

Los ingleses renunciaron por completo a enviar nuevas flotas contra España, visto lo visto, y sólo algunos corsarios siguieron actuando, limitándose a una inconsistente defensa de sus propias aguas como muestra la campaña de Irlanda y el épico asedio de Kinsale.

Pero debemos volver atrás para saber la suerte de nuestros protagonistas.

Dos destinos opuestos

Juan Gutiérrez de Garibay siguió con su carrera, siendo uno de los almirantes que llevó y trajo más Flotas de Indias, un total de 16, sin perder ninguna a manos del enemigo, y siendo el quinto que más mandó entre 1520 y 1740. Un muy agradecido Felipe III le concedió el hábito de la Orden de Santiago, lo que era ennoblecer y mucho al modesto hidalgo, así como una encomienda en Yucatán. Tras una larga vida, cargado de honores y riqueza, el que fuera modesto soldado falleció en Sevilla el 14 de octubre de 1614.

Por el contrario, a Essex sólo le quedó la dura vuelta a Inglaterra, con las dotaciones al borde del motín y los barcos en muy malas condiciones. Ya próximo a Inglaterra se topó con el mismo temporal que rechazó la nueva intentona de Martín de Padilla de invadirla, esta vez por Falmouth, donde llegaron efectivamente algunos buques y desembarcaron hasta 400 hombres antes de que estallara el temporal que hizo fracasar la expedición.

Cabe imaginar la atmósfera con que fue recibida la flota de Essex: no sólo no habían conseguido nada en absoluto, con un enorme coste económico y material y uno indudablemente mayor humano, sino que habían dejado completamente indefensas las costas inglesas, de modo que sólo un nuevo temporal frustró los planes españoles de desembarco. Toda Inglaterra temiendo la invasión, y mientras la flota perdiendo miserablemente el tiempo, para regresar agotada y destrozada.

               Isabel I Tudor, al final de su agitado reinado 

De nuevo se prohibió severamente por Isabel I informar de las pérdidas humanas y materiales de la expedición, que debieron ser enormes, pero que muchos historiadores ingleses no se molestan en averiguar, ni siquiera por estimaciones. Eso sí, repiten y exageran las de la Armada de Martín de Padilla, como si hubieran sido causadas por los marinos ingleses. Y con su conocida habilidad para el eufemismo y el ocultamiento de los hechos y datos desagradables, consiguen hacer olvidar esta campaña, última de las grandes expediciones de Isabel, bajo el idílico nombre de “Islands voyage of 1597”, como si de un crucero de placer se tratase.

La expedición mostró las grandes limitaciones de los tan hiperbólicamente celebrados marinos ingleses de entonces: ni obedecieron las órdenes de la reina, ni sabían mantener la disciplina en sus escuadras, ni tenían planteamientos estratégicos claros, ni se dotaban de una logística adecuada, ni otros muchos y decisivos errores e insuficiencias.

El recibimiento de la reina a Essex fue gélido, pero tras una poco sincera reconciliación, aceptó que fuera a Irlanda, donde ardía la rebelión.

La indignación general buscó entonces otro responsable, y así se procesó a su segundo al mando, Thomas Howard, por haber sido presuntamente comprado por los españoles, a través de su esposa. Así andaba el crédito de los marinos ingleses, y éste era, como dijimos, nada menos que el hermano del vencedor de 1588.

Pero en Irlanda Essex volvió a demostrar su inutilidad, fue depuesto de sus cargos y prebendas y sometido a arresto domiciliario. Convencido de su inmensa valía y popularidad, el presuntuoso Essex dio un golpe de estado el 8 de febrero de 1601, que tras una lucha entre sus partidarios y los guardias reales, concluyó con su prisión, juicio y decapitación en la Torre de Londres. Poco antes lo había sido el capitán Lee, que había irrumpido en las habitaciones de la reina para asesinarla, o de eso se le acusó.

Ese fue el broche final de las presuntas y continuas victorias navales inglesas en esa guerra, hasta la muerte de Isabel I en 1603 sin herederos y debiendo dejar su corona nada menos que a Jacobo I de Escocia, el mismísimo hijo y sucesor de la María Estuardo que había hecho decapitar por pretender el trono inglés y ser católica. Y el nuevo rey no tardó un año en firmar un Tratado de Paz con España, favorable en todo a ésta. Compare el lector con la imagen que tantas veces nos han mostrado.

 

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