Sólo este título, Antonio Vega y su adicción a la heroína, puede causarme, me temo, algunas duras críticas. Porque resulta que en este país, cuando te mueres o, más bien, cuando has llegado a alguna cumbre profesional, la música en el caso de Vega, se impone un implacable tabú sobre los aspectos más oscuros de tu vida. Si eres un tipo importante, prohibido mencionar la heroína, que queda muy feo. Y si eres un tirado, ponemos tu cara destruída, tu mirada perdida y tu voz quebrada en una campaña de concienciación contra las drogas.
Y lo digo porque este lunes pasado escribí un artículo denunciando el silencio de la mayoría de las necrológicas sobre la dogradicción de Vega y recibí una dura carta de una lectora acusándome de utilizar argumentos vulgares y de desconocer la obra de Vega.
Como si fuera ofensivo contar la verdad, la heroína. Y como si la heroína y otras drogas no fueran un problema social del que estamos alertando a esos mismos jóvenes a quienes decimos que Vega era maravilloso.
Claro que también me dice la lectora crítica que esa adicción es una enfermedad, que es una estupenda manera de eliminar la responsabilidad individual. Y yo que creía que uno podía decir No a las drogas y que esta “enfermedad” era más bien voluntaria.
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