Acabo de leer en las páginas de este periódico que unos arqueólogos de la Universidad de Valencia han encontrado en las entrañas de Pompeya un recipiente con restos de lo que, según ellos, puede ser el vino más antiguo del mundo. ¡En qué manos estamos, Dios mío!
Coincide esta llamativa afirmación, que ha merecido titulares muy destacados en ABC, con un artículo que estaba escribiendo sobre una de las tierras más hermosas y desconocidas de Europa. A caballo entre dos mares, Georgia sorprende gratamente al viajero por la belleza de sus paisajes solitarios, tan difíciles de encontrar ya en cualquier país del mundo, pero sobre todo por la increíble hospitalidad de sus gentes y un estilo de vida que recuerda extraordinariamente al de la España de posguerra.
Tiénense los georgianos por descendientes directos de Noé. Puede aducirse que, de ser cierto el mito del Diluvio, todos lo seríamos, ya que tras aquellos cuarenta días (y sus correspondientes noches) de lluvias incesantes no habría quedado sobre la faz de la tierra criatura alguna que no fueran Noé, su familia o los animales que les acompañaban. Pero los georgianos insisten en que uno de los nietos del gran patriarca se instaló con su tribu familiar en un valle al abrigo del Cáucaso. No seré yo quien les contradiga, ni siquiera cuando aventuran que aquellos primeros moradores pudieron haber traído ya consigo algunas semillas de la vid que se salvaron en el Arca. Tienen para ello el aval de recientes y reputados estudios científicos que establecen con certeza que fue la región caucásica la primera en que se cultivó el fruto de la vid. Y el testimonio de “La Odisea”, donde ya se relata cómo los habitantes de aquellas tierras bebían desde tiempos muy anteriores a los griegos un “vino fragante”, aunque, eso sí, mezclado con agua.
En muchas casas de la región oriental de Kajetia aún se sigue cultivando el vino de forma tradicional, valga decir milenaria. En la bodega de mi amigo Gia, las uvas se pisan en un soberbio lagar hecho con la madera de un solo árbol y los caldos se almacenan en grandes ánforas de barro enterradas bajo el suelo. Como en Ceniceros o en Cigales, en Gurdjani, uno de los pueblos vinateros más importantes de la rica ribera del Alazani, los lugareños también acostumbran a invitar a comer a sus huéspedes en la bodega, aunque, a diferencia de las de la Rioja o la Ribera del Duero, en éstas no se percibe otro rastro del preciado líquido que la ancha boca de las vasijas aflorando a ras de tierra.
Una tarde de abril, mi amigo Gia organizó en la bodega de su casa de Gurdjani una de esas manjorradas que hacen época. En la larga mesa no quedaba sitio ni para apoyar los codos. Las bandejas abarrotadas de manjares competían con las frascas de vino de cosecha propia. Era éste de un extraño y agradable color ambarino que casi hipnotizaba. Al beberlo, acariciaba la garganta y excitaba las papilas gustativas de tal modo que empujaba inexorablemente a un nuevo trago. A pesar de que las frascas se vaciaban una y otra vez con prodigiosa rapidez, las voces no subieron de tono en toda la noche ni llegaron a atropellarse las conversaciones. Jamás he presenciado una cogorza tan civilizada. En esto sí que se aprecia una diferencia notable con las costumbres españolas. Quizá se deba a la figura del tamada, un maestro de ceremonias que no falta en ninguna reunión que se precie en el Cáucaso. El tamada dirige los fastos, propone los brindis, hace los discursos, invita a intervenir a unos o a otros, corta las discusiones, canta, baila y entretiene mientras aguanta en pie, sin que nadie ose interrumpirle ni intervenir antes de ser invitado. El tamada de nuestra cena se hacía acompañar de cuatro mariachis vestidos con trajes tradicionales, en los que no faltaban las cartucheras de tela cruzándoles el pecho y la espada al cinto, al estilo de los cosacos.
– “Son los cosacos los que visten, beben, cantan y bailan al estilo de los georgianos; no lo olvides” – me reconvino el tamada.
En sus discursos, el oficiante nos hizo saber que cuando los españoles descubrieron en América productos desconocidos para ellos como el tomate o el chocolate, dieron en llamarlos por sus nombres originales en la lengua náhuatl de los indígenas mexicanos.
“Del mismo modo -añadió-, Homero, Apolo de Rodas, Estrabón o Procopio de Cesárea respetaron el nombre original, gvino, con que los iberos georgianos se referían al preciado elixir, lo que ha permitido que dicho vocablo haya hecho fortuna y forme parte de casi todos los idiomas conocidos”.
Incluso en el latín que se hablaba en Pompeya en el siglo I, cuando el Vesubio cubrió de ceniza aquel recipiente con vino que acaban de encontrar los arqueólogos valencianos.
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