Para llegar a Athos desde Tesalónica hay que atravesar la fértil y rugosa península Calcídica (Halkidiki), que los antiguos griegos consideraban “el paraíso secreto de Grecia” y hoy constituye el corazón de Macedonia. Halkidiki se prolonga hacia el sur en tres penínsulas largas y estrechas como si fueran los dedos de una mano extendida, formando dos abrigados golfos de aguas mansas. La más oriental de las tres es conocida como Angio Oros o, más comúnmente, Athos, desde que el emperador bizantino Basilio I la declarara “territorio exclusivo para monjes y ermitaños” en el año 885. Su orografía es extremadamente abrupta y montañosa, las últimas estribaciones de los Balcanes, rematadas por la mole imponente del Monte Athos en la punta meridional, donde sus laderas caen abruptamente al mar Egeo formando impresionantes acantilados. Ahí fundó San Atanasio, en el año 963, el Gran Lavra, el primer monasterio, bajo la regla de San Basilio.
Hoy, los monjes de Athos se benefician de las leyes griegas y europeas, pero tienen también algunas normas propias que, en apariencia, las contradicen: una de ellas, ya se ha dicho, la estricta prohibición de paso a las mujeres. Otra, más lucrativa y que supone también una excepcionalidad del tratado de Schengen, es la imposición de un visado a todo visitante, que cuesta 30 euros y muchas fatigas. Solamente se emiten cien visados diarios para peregrinos ortodoxos y diez para no ortodoxos. Resumiendo, entrar en Athos es un proceso laborioso que hay que gestionar con mucha anticipación. Solamente hay un barco diario que sale de Uranúpoli y va dejando viajeros en distintos monasterios de la costa occidental. La mayoría del pasaje desembarca en Dafni, el embarcadero desde donde un minibús llevan al personal a Karies, la ‘capital’, situada en el centro geográfico de la península. A partir de ahí, hay que buscarse la vida para llegar al monasterio previamente acordado. Aunque las distancias son relativamente cortas, los traslados se hacen largos debido a la dura orografía y al precario estado de los caminos. Hay otro barco que sale de Ierissós, al otro lado del istmo, y recorre la costa oriental. Este era mi barco, ya que me dirigía a Vatopedi, el monasterio más antiguo e importante después de Gran Lavra, pero el Egeo es un mar caprichoso y no es infrecuente que se encabrite y haya que cancelar la salida del trasbordador. Tal fue mi caso, así que hube de volver a Uranúpoli, sacar billete apresuradamente y embarcar en el ferry que me dejaría en Dafni.
Athos no es un destino turístico al uso. La mayoría de visitantes son peregrinos ortodoxos de distintos países que vienen arrastrados por su fe. Nadie sonreía en el barco, en el que viajábamos unos doscientos hombres silenciosos, muchos de ellos monjes con sus negras sotanas y peculiares bonetes. Afortunadamente, el ferry navegaba muy pegado a la costa y pude contemplar los bosques y matorrales que cubrían las escarpadas laderas. Pero lo mejor eran los impresionantes monasterios en los que íbamos recalando cada poco: Dochiaria, Xenofondo, Ponteleimonos…, auténticas fortalezas medievales de piedra, sobre las que asomaban coloridas ventanas y balcones en lo alto. Un batiburrillo de edificios sin orden ni concierto, acumulado durante siglos. El más llamativo me pareció Angio Ponteleimonos, el monasterio ruso, una inmensa mole de azul intenso, rematada por inconfundibles cúpulas encebolladas, como las que coronan la catedral de San Basilio en Moscú. Hace unas semanas lo visitó el propio Putin, no por azar, según me cuentan, sino porque había muerto el antiguo abad y el candidato con más opciones a ocupar su puesto era un ucraniano. Putin vino en persona a recordarles que sería muy conveniente para la salud económica del monasterio que el nuevo abad fuera también ruso.
En Dafni, el embarcadero principal, me senté en un pequeño autobús abarrotado que nos llevaría a la capital. A mi lado, un monje con coleta rubia e intensos ojos azules me dijo en buen inglés que era ruso. Pude saber que vivía solo en una precaria cabaña, lejos de todo. No sonrió ni una vez, ni me dejó fotografiarle, pero contestó lacónicamente a todas mis preguntas. Su familia sólo está autorizada a visitarle dos veces cada treinta años. Se levanta todos los días a las tres para rezar. Durante el día hace rosarios, que luego entrega al Gran Lavra a cambio de comida.
“¿No echa de menos alguna vez la presencia de una mujer?”, le pregunté.
“A veces”, fue su escueta y sorprendente respuesta.
Al despedirse, me regaló un iconito de San Serafín y yo le correspondí con una barrita energética de chocolate y cereales, que desapareció en su bolsa con un movimiento tan fulgurante que me llevó a pensar en la lengua de un camaleón.
Karies, la capital, un pueblín de montaña con dos tiendas, cuatro casas, seis iglesias y un teléfono público, es el centro neurálgico de la península. Allí vive el representante permanente del gobierno griego y se reúne el Consejo, formado por un monje de cada monasterio, para dilucidar los asuntos de interés común. Es también el nudo estratégico que une todo los caminos. Una pequeña flota de furgonetas transporta a monjes y visitantes hacia los apartados cenobios que motean ambas costas. Fueron precisas una hora de espera y otra de camino entre dos murallas verdes de vegetación antes de avistar las incontables chimeneas que erizan los tejados de Vatopedi, ya en el litoral oriental.
Mi fascinante experiencia en Vatopedi y los detalles más sabrosos del viaje de ida y vuelta prometo contarlos en una próxima crónica. No te decepcionará, ya que me permitió explorar un mundo desconocido y arcaico, que vive encastrado fuera del tiempo como un insecto en una gota de ámbar.
Para más información sobre Athos: www.mountathosarea.org
Para dimes y diretes: seivane@seivane.net
Las imágenes de este reportaje (excepto la de la portada) han sido tomadas con una cámara Fujifilm serie X-T10
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