Recuerdo ¡cómo olvidarlo! que en uno de mis viajes a San Petersburgo me sorprendió un enorme cartel de Nacho Duato, que ocupaba toda una manzana de la Avenida Moskovska, entrada obligada cuando se viene desde el aeropuerto. Recién nombrado Personaje Popular del Año por los lectores de la revista rusa Sabaka, el antiguo director de la Compañía Nacional de Danza de España, estaba cosechando un éxito sin precedentes como emigrante de lujo en la ciudad de los zares, meca del ballet clásico, donde dirigía el renovado Teatro Mihailovski. Su último espectáculo había causado sensación en una ciudad ya entregada sin reservas a su talento innovador, hasta el punto de que por allí se hablaba de un antes y un después de su llegada.
Poco más tarde, el famoso bailarín y corógrafo me contaba en el propio teatro jugosas anécdotas de su exitosa estancia en Rusia, al frente del Mihailovski, al que había elevado desde un discreto segundo plano hasta competir de tú a tú con el legendario Marianski e incluso con el imbatible Bolshoi de Moscú. Sólo mencionaré una: al poco de llegar, tras haber sido presentado a su elenco, se le ocurrió preguntar si había algún gay en el cuerpo de baile. Todos se quedaron perplejos y, tras un largo y embarazoso silencio, uno le dijo mirando al suelo: “En Rusia no hay nada de eso”. Aquel encuentro fue casi una despedida, porque poco tiempo después Duato abandonaba San Petersburgo para llevar a cabo un reto semejante en Berlín.
Pero antes de Duato ya hubo otros españoles que alcanzaron merecida fama y contribuyeron a engrandecer el imperio de los zares. Mientras la gran Catalina II construía palacios en San Petersburgo a cada uno de sus amantes, el compositor español Vicente Martín y Soler lograba sus mejores obras en la corte de la emperatriz componiendo según los libretos rusos.
También sirvió en cuerpo y alma a la zarina el general José de Ribas, barcelonés e hijo de diplómatico, quien se distinguió en la guerra contra los otomanos dirigiendo, tras ganar el fuerte turco con las armas, la construcción de Odesa, donde la calle más importante aún lleva su nombre: Deribasovskaya. Pero Odessa es ahora una ciudad ucraniana, por lo que dejaremos la increíble historia de este personaje para un momento mejor.
Hoy quiero centrarme en el que quizá fuera el más destacado científico e ingeniero de la época: Agustín Betancourt de Molina, canario, que se formó en Madrid, Londres y París, antes de adoptar el nombre ruso de Agustín Agustinovich (hijo de Agustín) Betancourt. De Betancourt puede decirse que su fama le precedía, ya que en 1804, viviendo en París, recibió una invitación personal del zar Alejandro I para visitar San Petersburgo, donde permaneció seis meses. Poco después, tras regresar a Francia a recoger a su familia, en octubre de ese mismo año, se trasladaría definitivamente a la entonces capital de Rusia, donde el propio emperador le nombró General, destinándole a “misiones especiales de su Majestad Imperial en el departamento de Vías de Comunicación”.
Curiosamente, uno de sus primeros proyectos en Rusia fue una fuente llamada “La moza del cántaro roto”, que aún puede admirarse en el Parque de la residencia veraniega de la Emperatriz Catalina en Tsarskoye Selo. En 1809 fue designado Inspector del nuevo Instituto del Cuerpo de Vías de Comunicación, creado bajo sus auspicios. Se las arregló para unir en el programa de estudios de dicho Instituto las humanidades, las ciencias naturales y los conocimientos técnicos, siendo él mismo la mejor encarnación de esa síntesis.
El Instituto del Cuerpo de Ingenieros de Rusia fue el tronco del que brotaron varias ramas de la enseñanza. Además de ese Instituto, Betancourt fue también uno de los fundadores de la Universidad de Arquitectura y Construcción de San Petersburgo. Combinó la labor pedagógica con su actividad como ingeniero, proyectando la primera carretera entre San Petersburgo y Moscú y varios puentes a lo largo de ésta. Recibió una de las condecoraciones mas prestigiosas del Imperio Ruso, la Orden de San Alejandro Nevski, y luego, la de San Vladimiro. Las llevaba siempre con orgullo junto a la Cruz de Santiago, que le había sido concedida en España. A partir del año 1816 formó parte del comité que se ocuparía del urbanismo y del ornato de la ciudad de San Petersburgo, de la mejora del trazado de sus calles, de la urbanización de los suburbios, del cuidado de los canales, y de la construcción de nuevos puentes. Se le encargó también la dirección técnica de la reconstrucción de la catedral de San Isaac, siendo responsable del diseño de los mecanismos elevadores de las columnas y andamios.
Betancourt de Molina murió en 1824 en San Petersburgo y sus restos descansan, junto a grandes padres de la patria rusa, en la Necrópolis del Monasterio Alejandro Nevski de esa ciudad. No dejen de hacerle una visita la próxima vez que vayan a San Petersburgo. Ya les he dado unas cuantas pistas para encontrar sus huellas en la capital de los zares.
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