Un buen día regresé con ilusión a uno de mis rincones favoritos en Asia, Luan Prabang, la joya de Laos. Siempre es difícil volver a lo que se dejó atrás, sean amores o lugares. Suele llegar uno aferrado a recuerdos que ya no existen. Y, claro, la frustración, siempre avizor, aparece cuando menos se la espera. Aprender a ver lo viejo con ojos nuevos es arte de viajeros avezados. Las cosas suceden, dejan huella y se van. Esto hay que tenerlo muy presente cando se vuelve a un antiguo amor o se retorna a aquella ciudad que un día nos encandiló. Lo más probable es que encontremos otra distinta que habremos de aprender a querer de nuevo. Casi siempre lo más difícil es desenamorarse de lo anterior, borrar aquel recuerdo que tanto acariciamos. Viene esto a cuento del desconcierto que me produjo llegar a Luang Prabang y no encontrar otra cosa reconocible que los magníficos templos que siguen observando impasibles el eterno discurrir del Mekong.
Todo lo demás es nuevo, reluciente, como de estreno. Tuve la impresión de haber dejado en mi último viaje una ciudad adolescente y prometedora para encontrarme ahora de pronto con otra hecha y derecha que me mira con descaro mientras yo no acierto a ocultar mi turbación y perplejidad. Quizá lo más chocante fue el pícnic que me montó Begoña del Pozo en una espléndida playa de arenas blancas cuando esperaba degustar las famosas percas del Mekong en un precario palafito de tablones asentado en el terraplén del río, tal como solía hacer en mis viajes anteriores.
Se oye decir a menudo que “las cosas ya no son lo que eran”. Los jóvenes piensan que es una frase de viejos que refleja, sobre todo, la pereza a adaptarse a unos tiempos, usos y costumbres que no dejan de mudar como las formas de un caleidoscopio. En uno de tantos templos que he vuelto a disfrutar estos días apareció ante mis ojos un querubín rubio que lo miraba todo con la misma fascinación con que contemplaba yo las cosas en mi primeras asomadas al mundo. La moza, una mallorquina de sólo veintitrés años, se había animado a recorrer toda Indochina sola, sin otra compañía que su insultante juventud, su sonrisa seductora, su curiosidad y ese regusto por la aventura que ya alienta en muchas jóvenes de hoy. Su entusiasmo me desarmó. Quise reconocerme en ella, la felicité y la deseé suerte. Fue un encuentro fugaz, pero me llevó a la reflexión. Al día siguiente madrugué para ver la procesión de los monjes mendicantes. La fila de túnicas azafrán y cabezas rapadas era la misma de siempre, pero el contexto la hacía diferente. Las aceras estaban arregladas, los donantes vestían mejores ropas y se arrodillaban sobre alfombras. El paso de los monjes me pareció más vivo, como si tuvieran prisa en terminar la función para volver a sus quehaceres, incómodos con el escrutinio a que les someten los turistas.
Al atardecer subí una vez más los 363 escalones de la colina de Phu Si para contemplar en silencio la puesta del sol. En el mirador que da a poniente no cabía ni una alfiler. Cientos de brazos se alzaban al cielo con todo tipo de cámaras y teléfonos móviles para captar los últimos rayos de luz del día. Aquello era una fiesta, un ritual pagano que había convertido la sagrada colina en una romería turística. “Esto ya no es lo que era”, estuve a punto de mascullar, pero preferí reflexionar en silencio sobre la evolución de las cosas, el viaje como consumo insustancial, la decadencia, la turistificación de lo sagrado y tantos otros males a los que no queda más remedio que adaptarse. Quise creer que el querubín rubio de Mallorca que acababa de cruzarme allá abajo llevaba el viento en las venas y viajaba para conocer, amar y respetar. Pero quizá no fuera más que una turista sofisticada buscando distinguirse de la masa. ¡Quien sabe!
Asia & Oceanía