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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Memorias de mis días en Srinagar

Lejos de las tensiones de la frontera, Srinagar se nos presenta como un destino tranquilo, sosegado y bellísimo

Memorias de mis días en Srinagar
Francisco López-Seivane el

Lo prometí hace algún tiempo y hoy por fin lo cumplo. Cachemira ha vuelto a copar muchos titulares, ya que, en un momento dado, el gobierno indio decidió clausurar el estatuto especial que tenía la región, lo que provocó graves tensiones entre la población, mayoritariamente musulmana. Tras no pocos incidentes, huelgas y sabotajes, las aguas parece que han vuelto a su cauce y se ha restablecido la paz. Aunque la paz en Cachemira siempre es inestable, aprovecho esta circunstancia para contarles mi viaje a Srinagar, tal como lo viví (y escribí) en su momento:

“Desde la panza del cómodo avión de Air India la infinita llanura ofrece una visión anodina, velada por una neblina baja que invita a la lectura. Pero apenas sobrepasada la ciudad de Jammu, capital de invierno del estado, comienza a aparecer un enramado de hilos de plata que se intensifica a medida que el vuelo avanza hacia el norte. Aunque desde el aire no se aprecian los relieves, uno sabe que los hilos de plata son ríos de montaña que se enraman en cauces mayores hasta conformar una especie de vasto sistema nervioso que indica claramente que nos encontramos ya sobrevolando los primeros contrafuertes del Himalaya. Los pasajeros de estribor, apiñados en las ventanillas, no dejan de expresar su asombro al contemplar en toda su magnificencia los picos de la gran cordillera, que se extienden hacia el este. Uno ha de conformarse, a babor, con ese sistema nervioso fluvial que, a medida que el avión desciende, se va transformando en ríos, valles y montañas.

Un avión de Air India sobrevuela los primeros contrafuertes del Himalaya
Uno de los maravillosos paisajes que pueden contemplarse a las afueras de Srinagar/ Foto: F. López-Seivane
Atractivo hotel de montaña próximo a Srinagar/ Foto: F. López-Seivane

Situado a mil quinientos metros de altura y abrigado por la majestuosidad de los Himalayas, el valle de Cachemira (135 kilómetros de largo y más de 30 de ancho) tiene fama inmemorial de ser un paraíso de tierra fértil y clima ideal donde todo crece en abundancia. El paisaje es soberbio, se mire como se mire, pero el paisanaje se muestra serio, receloso, guardado, hermético, como si en aquellos parajes doliera sonreír. No se aprecia en las calles de la capital  ningún signo de modernidad. Todo está anclado en el pasado, desde el ubicuo pheran, una especie de túnica gruesa de lana que visten todos los hombres en invierno, hasta el aspecto decadente y abandonado de la mayoría de los edificios. Lo único que hierve con cierta animación son las tiendas que venden pashminas, pero hay tantas que el negocio no da para todos. Los turistas, indios en su inmensa mayoría, se toman su tiempo para regatear entre tazas de chai, pero no tienen ninguna posibilidad ante la habilidad de los vendedores que terminan colocándoles piezas de escasa calidad a precios superinflados.

Un anciano vistiendo el clásico pheran, una especie de sotana hasta los pies/ Foto: F. López-Seivane
Las tiendas flotantes son muy frecuentes sobre el lago Dal/ Foto: F. López-Seivane

El corazón de la ciudad es el lago Dal, cuyo singular perfil recuerda la forma de un feto y se prolonga en un sinuoso canal, una especie de cordón umbilical que desagua en el río Jhelum. En sus orillas palpita el laberinto de calles y bazares de la ciudad vieja, en contraste con la calma de la vecina laguna Nigeen, en cuyas tranquilas y exclusivas riveras se alinean algunas de las más lujosas casas flotantes. El Bulevar, la avenida que bordea el lago Dal, desde Dalgate a Nishat Gardens, es el centro de todo. Allí se aprietan tiendas, restaurantes, cafés y hoteles, entre el hormigueo incesante de los turistas. Enfrente, donde el lago es más estrecho, una ringlera de casas flotantes llena de vida y trajín la orilla occidental, mientras las coloridas shakiras no cesan de entrar y salir del embarcadero con turistas que quieren ver de cerca los jardines flotantes que se insinúan en la distancia.

El lago Dal está constantemente surcado por innumerables shakiras que hacen las delicias de los visitantes/ Foto: F. López-Seivane
Visto desde tierra, el lago Dal ofrecen una imagen cautivadora/ Foto: F. López-Seivane

Deslizarse por el lago tumbado como un sultán en una shakira es una experiencia memorable, pero lo que atrae al mayor número de visitantes, lo que a ningún viajero deja indiferente son los fantásticos jardines que se asoman al lago. Se dice que durante el imperio mogol llegó a haber 777 jardines de ensueño adornando la ciudad y sus alrededores. Hoy aún quedan espléndidas terrazas ajardinadas descendiendo por las faldas del monte Zabarwan hasta las orillas del lago. Quizá la más popular sea Nishat Bagh, el Jardín de la Alegría, siempre lleno de un público ocioso y festivo que se recrea en sus praderas, sus fuentes y sus magníficas flores. Es un encanto recorrer sus caminos a la sombra de poderosos chinar -el umbroso árbol nacional importado de Persia-, o sentarse en sus praderas, entre rosaledas arregladas con el mimo de una manicura. Las puestas de sol sobre el lago son de una belleza inenarrable, con el tiempo detenido y cientos de shakiras flotando plácidamente sobre unas aguas tan quietas que reflejan el cielo y las montañas con la nitidez de un espejo. No caben descripciones de esos momentos mágicos en los que el sentimiento, la belleza, la paz, la armonía y la alegría interna se apoderan del ánimo por completo”.

Las jóvenes musulmanas acostumbras a pasear por los jardines y hacer sus tertulias sobre la hierba/ Foto: F. López-Seivane
El chinar, importado de Persia, es una árbol fascinante y sin parangón/ Foto: F. López-Seivane
Las puestas de sol son espectáculos mágicos sobre el lago/ Foto: F. López-Seivane
En ciualquier circunstancia u paseo en shakira es una experiencia mágica e inolvidable/ Foto: F. López-Seivane

P.D.: Curiosamente, otro de los lugares más visitados por los turistas cristianos es el Roza Bal (la tumba del profeta), una diminuta casa de madera en el barrio de Khanyar, en pleno corazón de la ciudad vieja, donde se dice que yace el cuerpo de Jesús, quien, tras su resurrección, habría viajado hasta Cachemira en busca de las tribus perdidas de Israel.

Escucha aquí mis Crónicas de un nómada en Radio5 (RNE)

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