La Ópera de Pekín, un espectáculo único que se inició a mediados del siglo XIX, se hizo extremadamente popular entre la corte de la dinastía Qing. Está considerada como una de las máximas expresiones de la cultura china y a nadie puede extrañar que, en el año 2010, la Unesco la declarara Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Sé que a muchos esto les puede sonar a coñazo. No les culpo porque hasta hace poco yo era uno de ellos. Pero, a diferencia de la Ópera China, que, ésa sí, puede resultar imbancable a los culturalmente ajenos, la de Pekín es el espectáculo total, donde danza, canto, interpretación, malabarismo, acrobacia, vestuario y maquillaje se aúnan en un todo indisoluble para mantener viva la fascinación del espectador, que no decae en ningún momento de la representación. Es como asistir al teatro, al ballet, al circo y a la ópera, todo en uno.
En una ocasión tuve la oportunidad de visitar la Escuela Nacional de Artes Escénicas de Taiwan. Me recordó de inmediato al centro donde se forman las gimnastas olímpicas rumanas, que conocí hace años de la mano de Andrea Raducan, reina mundial indiscutible de la especialidad hasta su retirada. Allí se preparan los futuros artistas para la Ópera de Pekín. Los chicos (las chicas) ingresan a los diez años y siguen una severa disciplina de estudio y trabajo durante un período de doce años, en los que no adquieren otra cosa que la formación de base (la técnica, digamos) en las distintas especialidades. El talento artístico es cosa de cada cual.
Resulta sencillamente prodigioso ver una tropa de mocosos montarse un castellet de tropecientos pisos en menos de lo que se tarda en contarlo. Trepan unos por otros con la confianza y naturalidad de auténticos macacos. Y ahí puede que esté la clave del asunto. Debidamente adiestrados desde la infancia, sus músculos son fuertes y elásticos como los de un simio, igual que su equilibrio y concentración. Se mueven en las alturas como si estuvieran en la moqueta de su casa y, cuando caen al suelo, ruedan y se levantan como si tal cosa.
Dos parejas de acróbatas de unos dieciséis años (ellas, clavel al pelo, moño recogidos y traje negro) se retorcían en posturas inverosímiles sobre los hombros, la cabeza o los pies de ellos (pajarita sin camisa, torso y bíceps de gimnastas) al ritmo de una sentida canción de Enrique Iglesias. Tras las demostraciones parciales, una breve representación de ópera permitió a los escasos y privilegiados espectadores que allí nos encontrábamos disfrutar de las complejas coreografías, la danza de cada paso, la musicalidad de un idioma que se basa en tonos más que en palabras, la riqueza del vestuario, el riesgo de las acrobacias y el significado de los maquillajes.
La antigua sabiduría china, embebida de la espiritualidad y los valores budistas y taoístas, dio origen a todo, desde las innovaciones médicas hasta la ópera, la danza, la arquitectura e incluso las artes marciales. Aunque, según me aseguran, tras décadas de régimen comunista gran parte de esta cultura de inspiración divina ha sido olvidada. Es una suerte que parte ella sobreviva aún en la llamada Ópera de Pekín de Taipei.
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