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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Hijos del Amazonas

Hijos del Amazonas
Francisco López-Seivane el

La Amazonia, a pesar de lo que se dice, es uno de los lugares más salvajes de la tierra. Recuerdo como si fuera hoy el día en que se me ocurrió adentrarme en aquella mata espesa, sofocante e inhabitable, de la que sólo pude salir porque me acompañaban (y amparaban) Rubén y Nazaré, dos hijos de la selva.

Rubén, un hombre capaz de sobrevivir en la selva en culaquier circunstancia/ Foto: F. López-Seivane

Rubén nació en una aldea llamada Manicoré, a orillas del río Madeira. Creció entre jacarés, anacondas, pirañas y jaguares. Sus únicos juguetes fueron la cerbatana, el arco y las flechas. A los once años ya conocía todos los pájaros y sabía imitar su canto. De la misma manera que los hijos de nuestra civilización saben distinguir un Boeing de un Airbus, Rubén, hijo de la selva, podía discernir de un vistazo el vuelo de una garza del de una cigana o un chotacabras. Su familia, como todas las familias a lo largo y ancho de la Amazonia, vivía de la caza, la pesca y la mandioca. Aprendió varios idiomas y se dedicó a acompañar turistas a la selva. Ser guía en el Amazonas es distinto a serlo en cualquier otra parte del mundo. El conocimiento de la mata, sus plantas, sus peligros, sus fieras, sus dificultades, no se improvisa ni se aprende en libros, como tampoco se adquiere sin una vasta experiencia el conocimiento del río y de las costumbres indígenas. Rubén no quería vivir en ninguna otra parte. Adoraba salir al anochecer con su canoa y dialogar con los pájaros. Alguna vez le escuché lanzar un aullido en el silencio y ser respondido de inmediato. Emitir, al poco, otro sonido distinto y recibir el mismo eco, y continuar así hasta despertar la selva y convertir la noche en una sinfonía de aullidos, trinos y cantos sin fin.

Rubén conoce los pájaros como si fueran miembros de su familia/ Foto: F. López-Seivane

Cada día me llevaba en una precaria barquita por los más recónditos igarapés del Río Negro que, poco más abajo, se junta con el barroso Solimoes para formar el Amazonas propiamente dicho. En una ocasión me arrancó sin contemplaciones de mis pensamientos porque había avistado un jacaré. El enorme saurio descansaba inmóvil entre la desordenada maraña de la orilla, esperando pacientemente a que las sombras de la noche le permitieran buscarse la cena. Suavemente maniobró la chalana hasta acercarse a menos de un metro del saurio, una distancia que me pareció muy poco respetuosa. Cortó una rama de un árbol que encontramos al paso y acarició suavemente con ella la cabeza del animal. De improviso, aquella criatura inmóvil se animó con un frenesí de formidables coletazos y agitó el agua con tal violencia que por un momento temí perderlo todo. A Rubén, aquello no pareció afectarle lo más mínimo y siguió manejando imperturbable la chalana, mientras mi corazón galopaba desenfrenadamente a sus espaldas.

De pronto, la mata se interrumpió y avistamos un trecho de tierra pelada que descendía suavemente hasta el agua. En lo alto, una precaria cabaña de madera descansaba sobre delgados pilotes. En la improvisada playita flotaba una pequeña plataforma que hacía las veces de embarcadero. Era un sitio, una pequeña hacienda de caboclos, incrustada en la selva. Allí vivían Nazaré y su familia, una esposa y seis hijos, la mayor, de diecisiete años.

La cabaña de Nazaré con su diminuto embarcadero/ Foto: F. López-Seivane

El hombre cazaba en la espesura tres veces por semana y pescaba todos los días. Cuando reunía cinco peces, lo dejaba. La mujer cultivaba la mandioca, cocinaba y se ocupaba de la casa. Las chicas remaban dos horas cada día en una diminuta canoa para ir a la escuela y otras tantas para volver. Excepto por los vestidos, los cacharros, artilugios y herramientas, su vida transcurría exactamente igual que hace cientos de años. Nazaré miraba en silencio desde el fondo de unos ojos quietos, mientras su mujer trasteaba sin parar y sus hijas invadían la quietud del crepúsculo con sus voces y risas juveniles. Eran tan diestras en el manejo de la canoa que los padres no abrigaban el menor temor cuando se perdían remando en el río. Solo practicando desde la más temprana infancia se adquiere la pericia necesaria para no naufragar con ellas. Con el tiempo, llegan a ser, para los lugareños, como un músculo más de su cuerpo.

Nazaré, el caboclo que vive con su familia en un apartado igarapé/ Foto: F. López-Seivane
Tras la caza, hay que limpiar el armadillo en el río// Foto: F. López-Seivane
La mujer de Nazaré preparando mandioca/ Foto: F. López-Seivane
Losa niños van a la escuela, pescan y se divierten en barquitos que son como una prolongación de su cuerpo/ Foto: F. López-Seivane

La casa de Nazaré, poco más que una chabola, estaba limpia como los chorros del oro. Disponía de una estancia que reunía la cocina, el comedor y la sala de estar, y otra, ocupada por colchones cuidadosamente alineados en el suelo, donde dormía toda la familia. Desde el oscuro interior, una ventana sin cristales se asomaba a un paisaje idílico. El callado caboclo nos invitó con dos palabras a acompañarlo al día siguiente a la espesura. Acordamos vernos a la salida del sol. Al despedirnos, la mujer me confesó que a ellos les gustaría más vivir en Manaos, pero tenían “poco documento”.

El interior de la cabaña, limpio y organizado, servía a los niños de sala de juegos durante las horas de calor/ Foto: F. López-Seivane
Una vieja barca llena de tierra hace las veces de huerta/ Foto: F. López-Seivane

Algún día les contaré esa inolvidable aventura por la espesura amzónica, pero tendrán que esperar a que se publique el libro que estoy preparando. No tardará.

Para dimes y diretes: seivane@seivane.net

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