Cuando Jonh Wesley Powell, un comandante manco, héroe de la Guerra Civil y primer explorador del Colorado, llegó en 1870 al valle de Tuweep en busca de uno de sus hombres que, sobrepasado por las dificultades de la expedición, se había quedado viviendo entre los indios, no pudo articular palabra ante la belleza y magnificencia del paisaje. Powell había explorado el cañón el año anterior en tres pequeñas embarcaciones, pero lo que había visto desde el río, cuando la turbulencia de las aguas se lo permitía, no era comparable a lo que contemplaban ahora sus ojos desde el Toroweap Overlook, una cornisa vertical de mil metros de altura. En su accidentado descenso en canoa había observado en este punto unas extrañas formaciones de roca negra que bloqueaban las aguas como el dique de un pantano, pero que parecían haber sido rotas en algún momento por la fuerza de la corriente. Desde su privilegiada atalaya en la parte septentrional del cañón veía ahora que se trataba de formaciones de lava solidificada que habían llegado al río procedentes de las numerosas bocas volcánicas que se extendían por el escondido valle, como un paisaje lunar sembrado de conos de ceniza. No le cupo la menor duda de que aquella negra garganta que apretaba y aceleraba las aguas del río debía llamarse Lava Falls Rapid y se convertiría con el tiempo en uno de los puntos más emblemáticos del cañón.
La misma asombrada reverencia que produjo entonces la espectacular vista de Toroweap Overlook al viejo Powell inmoviliza ahora la pluma del viajero cuando éste intenta expresar las encontradas emociones que la extraordinaria geografía del cañón le origina. ¿Cómo describir la orgía de formas, la sinfonía de colores, la vastedad de los espacios, el dramatismo de los acantilados, la furia del río, la multiplicad de los paisajes, la cambiante orografía o los infinitos tonos con que cada momento del día viste a la más fascinante e indescriptible suma de bellezas naturales del planeta?
Hay que empezar advirtiendo a los desavisados que no existe un sólo punto para asomarse al cañón. El Grand Canyon National Park tiene una extensión de 5000 kilómetros cuadrados, la mayor parte en estado natural. Aunque ciertamente hay lugares desde los que se divisan vistas extraordinarias, la contemplación de las innumerables maravillas geológicas, geográficas, ecológicas, históricas, étnicas y culturales exige tiempo y esfuerzo. Sepan los amigos de los números que el Gran Cañón comprende 446 kilómetros del curso del río Colorado, desde Lees Ferry, único lugar donde pueden cruzar vehículos, al este, hasta Grand Wash Cliffs, al oeste, con un complejo enramado de cañones, barrancos, simas, acantilados, paredes y abismos tributarios que lo convierten en un sistema lleno de rincones inaccesibles y parajes remotos, imposible de conocer en su totalidad. La altura (¿o debiera decirse la profundidad?) desde la cornisa al lecho del río es de 1500 metros en Grand Canyon Village, el lugar más visitado desde el sur, pero el descenso por los difíciles senderos que llevan al fondo se alarga hasta los doce kilómetros, lo que, dada la dificultad del terreno, equivale a una jornada de marcha. La anchura del espectacular barranco es allí de dieciséis kilómetros, pero en otros lugares puede llegar a los treinta. Por dar una idea, se considera que bajar hasta la orilla del río y volver a subir requiere dos jornadas de marcha (los excursionistas suelen pasar la noche en Phantom Ranch o en Bright Angel Camp, pero es preciso reservar con mucha antelación). Atravesar el fondo del cañón, de cornisa a cornisa –a pie o en mula-, son tres días en cada dirección, mientras una expedición por el río puede superar las dos semanas.
Aunque la anchura del cañón se mide en kilómetros, el río transcurre a menudo por angostas gargantas donde embiste con fuerza inusitada contra las paredes verticales que lo aprisionan. Sus aguas turbias chocan furiosas y espumantes contra las rocas, formando remolinos, olas y rápidos tan fascinantes como ominosos. Las paredes de estas estrechas quebradas por donde discurre apresurada la corriente constituyen un paisaje asombroso y cambiante, con las incontenibles aguas mordisqueando sus faldas de fina arena ocre, de rocas negras como el carbón o de brillante tierra cenicienta.
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