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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Los extraordinarios templos de Lalibela excavados en roca viva

Los extraordinarios templos de Lalibela excavados en roca viva
Francisco López-Seivane el

Supongo que mis lectores ya saben que el pasado mes de diciembre viajé extensamente por Etiopía. Ya he entregado algunas crónicas de ese viaje, pero aún quedan otras. Hoy me centraré en Lalibela.

A Lalibela, la etiqueta de ‘Jerusalén Negra’, que tanto gusta a sus habitantes, le viene como anillo al dedo.  Allí no ocultan a nadie que siempre tuvieron a la vieja ciudad judía como faro y referencia, soñando tal vez en convertirse un día en la capital de la cristiandad ortodoxa. Tal era la fascinación de sus habitantes por los relatos del Nuevo Testamento, que hasta al pequeño torrente estacional que baja lamiendo la colada de lava donde se excavaron sus famosas iglesias, han dado en llamarlo río Jordán.

Monje con su cruz sobre la colada de lava en que se excavaron las iglesias/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

Una de las cosas que más impresiona al viajero que llega por primera vez a la moderna Etiopía es la devoción religiosa que impregna, como el agua, casi sin notarse, todo su tejido social. No olvidemos que este país fue el primer estado cristiano del mundo, tras Armenia, y que sigue inquebrantablemente el rito ortodoxo desde el siglo IV.

Los fieles permanecen en el interior de las iglesias con autentico fervor/ Foto: Fco. Lopez-Seivane
Jóvenes y mayores transitan con unción por las trincheras que unen las iglesias/ Foto: Fco Lopez-Seivane

En ningún lugar es tan evidente la profundidad de la fe etíope como en Lalibela, antigua capital del país, donde se encuentran algunas de las más extraordinarias iglesias que ha conocido el mundo. Me refiero a los templos excavados en roca viva, que la UNESCO no dudó en declarar Patrimonio de la Humanidad. Con justicia y con razón, porque se trata de obras tan singulares como ingeniosas, propias de un estado pobre pero encendido de fe.

En el interior de las distintas iglesia siempre hay gente orando con devocion/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

Nadie sabe a ciencia cierta cuantos miles de hombres hubieron de picar de sol a sol para tallar tan primorosamente los once templos, divididos en tres grupos bien diferenciados, que se suceden, ladera abajo, siguiendo el perfil de la colada de lava en la que están incrustados.

Según me cuenta el guía de Memories Tour, todo ocurrió en el siglo XII, impulsado por el emperador de la antigua Roha, un ferviente cristiano a quien, según la leyenda, el mismo Dios se le apareció en varias ocasiones para darle instrucciones. Tras  morir, la antigua Roha tomó su nombre, Lalibela, una población que hoy no pasa de veinte mil habitantes, extendida sobre una gigantesca ladera de lava que desciende dramáticamente hasta el valle. Su núcleo urbano original, de pequeñas casas circulares rematadas por un tejado cónico de paja, aún está perenne en lo alto, asentado en una pequeña plataforma de piedra volcánica, muy cerca de las iglesias. La carretera, si puede llamarse así a ese camino pedregoso y polvoriento que culebrea agónicamente, arriba y abajo, por la empinada pendiente como un borracho que no puede avanzar en línea recta, es también la única calle del pueblo.

Cualquier lugar es bueno para que los peregrinos repongan fuerzas/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

El primer grupo de iglesias, junto al pueblo original, aparece hoy cubierto por una fea superestructura de tubos de metal que sustentan un enorme techo artificial con el que los expertos de la UNESCO han tratado de proteger el evidente deterioro de la mayor de todas ellas, Bet Medhane Alem (‘Casa del Redentor del mundo’), pero el resultado es tan conspicuo y chirriante que ya nadie saca fotos y todos los visitantes se dedican a criticar la horrible apariencia del invento.

Un anciano peregrino descansa frente alos muros de Bet Medhane /Foto: Fco. Lopez-Seivane

Superestructura aparte, Bet Medhane se parece más a un templo griego que a una iglesia cristiana. Cincelada a partir de un bloque de piedra de 33 x 23 metros, con su tejado volado sujeto por grandes columnas exteriores, tiene una apariencia formidable. El interior, también magnífico, aparece poblado de grandes columnas alineadas con las exteriores, techos espectaculares y coloridas alfombras cubriendo el suelo desnudo. Se dice que es una réplica de la Iglesia original de Santa María de Zion, en Axum, la primera construida en el país en el siglo IV, pero de la que ya no quedan sino las ruinas. Tanto dentro como fuera de este templo, lo más conmovedor y llamativo es la devoción con la que docenas de sacerdotes ejecutan sus ritos y cantos diariamente, mientras los fieles no dejan de postrarse,  abrazar las columnas y besar las paredes con gestos que recuerdan más las costumbres musulmanas y judías que las propiamente cristianas.

Dos jóvenes etíopes se postran ante un cuadro con motivos religiosos/ Foto: Fco. Lopez-Seivane
Una anonima peregrina oculta su rostro en una pared frente a Bet Medhane/ Fco. Lopez-Seivane

Por un laberinto de pasadizos excavados en la roca, y no siempre fáciles de transitar, se llega a Bet Maryam (La Casa de María), la más antigua de las iglesias de Lalibela y, desde luego, la que más devoción despierta en la ciudad. Siempre está llena de sacerdotes, monjes y fieles que cantan, leen, se postran y oran en cualquier rincón. Alrededor del templo, la amplia trinchera excavada por los canteros se ha convertido en una extensión del mismo en la que muchas veces sorprende el contraste entre el ungimiento religioso de los  devotos y la despreocupada trivialidad de los turistas.

Los peregrinos hacen cola para entrar en uno de los numerosos pasadizos que comunican las iglesias/ Foto: Fco. Lopez-Seivane
Peregrinas dirigiéndose a la Casa de María/ Foto: Lopez-Seivane
Dos turistas a la entrada de La Casa de María/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

Siguiendo por estrechos pasillos, escaleras de vértigo, oscuros pasajes y extrañas plataformas se llega a Bet Debre Sina (Casa del Monte Sinaí) y su gemela Bet Golgota (Casa del Gólgota), para terminar descendiendo por una ancha calle entre altas paredes de piedra. Si el visitante se da la vuelta en ese momento, podrá admirar La Tumba de Adán, un enorme pilar rectangular de piedra al que se llega por una escalera que da acceso a las iglesias y a una de las numerosas cuevas habitadas por ascetas que pasan el día rezando en soledad y sacan una cruz con la misma celeridad con que Gary Cooper sacaba su revolver cada vez que una cámara les enfoca.

Monje con la cruz en ristre, siempre presto para la camara/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

Un grupo de peregrinas avanzando por una trinchera/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

Un grupo de turistas españoles descansan al borde de otra dramática trinchera/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

En un momento dado, pregunté a mi buen guía, Teshe, qué se había hecho con toda la piedra extraída de allí. Me mostró una colina en las proximidades: “Este Monte de los Olivos que tiene ante sí es la respuesta a su pregunta”. Se trata de una pequeña loma entre los dos primeros grupos de iglesias formada por la acumulación de los desechos de las obras.

Es de admirar la inteligencia y bajo coste de todo el proyecto. Los materiales de construcción fueron aportados íntegramente, a pie de obra, por la propia Naturaleza. A coste cero, naturalmente. Está en discusión si la mano de obra procedía de la esclavitud o fue prestada voluntariamente por miles de devotos encendidos de fe, lo cierto es que también resultó gratuita. Los materiales de desecho tampoco necesitaron transporte. ¡Qué diferencia con los dispendios de las catedrales que se levantaban al mismo tiempo en el mundo católico! O los monasterios con magníficos claustros e iglesias románicas que acogían a docenas de monjes de distintas órdenes.

El segundo grupo de iglesias está, como queda dicho, muy próximo al primero, sólo separado por el Monte de los Olivos. Ya llega uno un poco cansado de tantas piedras, trincheras, pasadizos, escaleras imposibles y túneles que atraviesan el corazón de la lava, de un templo a otro, aunque sólo se comunican entre sí los que pertenecen a un mismo grupo. La mayoría de las iglesias son más bien pequeñas, lóbregas y desnudas, excepto por las alfombras que tapizan el suelo y algunas telas con motivos sagrados que cuelgan de las paredes, pero siempre tienen, al menos, un sacerdote ensimismado en su biblia en algún rincón, aun cuando no cuenten con más luz que la de las velas.

Un sacerdote leyendo con unción sus escrituras/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

Muchos expertos en arte consideran a Bet Emmanuel la más impresionante y refinada de las iglesias de Lalibela. Perfectamente encajada en su cuna de piedra, presenta un bloque de 18x12x12, cuya orientación -este/oeste, con la entrada por poniente y el sancta sanctorum mirando a oriente- y planta coinciden plenamente con los de una basílica. Su diseño reproduce el elaborado estilo axumita, de corte más bien clásico, algo comprensible si se tiene en cuenta que todas las iglesias parecen ser réplicas de templos ya existentes, antes que obras originales de artistas desconocidos. Curiosamente, en este mismo grupo se encuentran algunas construcciones que parecen no haber sido concebidas como iglesias. Tal es el caso de Bet Gabriel y Ruafa’el (La Casa de los Arcángeles) que quizá empezó siendo una sala de recepción real para impresionar a los dignatarios extranjeros.

Jóvenes peregrinas a la entrada de Bet Emmanuel/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

Mención aparte merece el tercer grupo, que se compone de una sola iglesia, Bet Giorgis (La Casa de San Jorge), la última en construirse, asomada al valle, muy por debajo de las otras diez. Cuenta la leyenda que cuando ya finalizaban las obras de los dos primeros grupos, San Jorge, el patrón del país, se le apareció muy enfadado al emperador Lalibela, reprochándole que no le hubiera dedicado ningún templo. Lalibela le prometió el mejor de todos y eligió para ello una plataforma inclinada que se asoma al magnífico valle. Allí hizo excavar un perfecto rectángulo, dejando en el medio un monolito en forma de cruz simétrica de anchos brazos, que, en adelante, seria conocida como la Cruz de Lalibela. Sobre la cubierta cruciforme, aparecen los bajorrelieves de tres cruces griegas, la una dentro de la otra. El acceso al fondo de la trinchera se hace por un túnel. Por allí enseñan a quien quiera verlas “las muescas que las pezuñas del caballo de San Jorge dejaron en alguna de sus visitas para inspeccionar las obras”.

Magnífica perspectiva de la Iglesia de San Jorge desde un pequeño altozano proximo/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

El interior de Bet Giorgis es ciertamente armónico, con sus cuatro brazos simétricos, su perfecta orientación y su considerable altura, pero es la vista del templo desde los montículos cercanos lo que inspira fuertes sentimientos de paz, armonía, belleza y serenidad. Particularmente, al atardecer, cuando la luz dorada de un sol agonizante entra en su cuna de piedra y le pinta las paredes de rosa y limón.

Algunos consejos prácticos:

Las iglesias hay que recorrerlas todas, empezando por el primer grupo, cuya visita es más dilatada por la cantidad de devotos, monjes, sacerdotes y ceremonias religiosas que tiene lugar en todo momento y que dan mucha vida y carácter a los templos, particularmente al Bet Maryam.

El segundo grupo, muy próximo, se hace más rápidamente. Tiene mayor interés para los expertos en arte y arquitectura, pero hay que recorrer sus pasadizos,  descender a todas las trincheras  y entrar en todos los templos para sentirse trasladado a la Edad Media.

La visita final, a la Iglesia Bet Giorgis, debe hacerse coincidir con la puesta del sol, cuando más bella está. Es conveniente dejar que se vayan todos los visitantes y quedarse remolonamente un poco para disfrutar del silencio y la paz del lugar. Una experiencia muy especial, sin duda.

La Iglesia de san Jorge al tardecer, cuando mas bella esta/ Foto: Fco. Lopez-Seivane

 Las imágenes de este reportaje han sido tomadas con una cámara Fujifilm X-T1GS

Imagen de portada: Dos turistas contemplan el atardecer sobre la Iglesia de san Jorge.

 

 

 

 

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