Quienes siguen (o seguís, que tras tantas crónicas compartidas creo que ya cabe el tuteo) habitualmente mis historias, ya sabéis que acabo de regresar de Marruecos con las alforjas repletas. Si el otro día os di cuenta del Festival Gnawa de Essaouira, hoy toca atravesar la imponente cordillera del Atlas. Imponente, no tanto por su altura, sino por la extraordinaria erosión que desgasta sus desnudas laderas. Es el paisaje más descarnado que he visto jamás. Los elementos han acabado con todo vestigio de vida y sólo quedan las cicatrices que deja el agua en su vertiginoso descenso tras las lluvias. Es un paisaje mutable, en pleno proceso de formación, pero que ejerce una fascinación indudable sobre el viajero. Como la luna.
El descenso hacia Ouarzazate se hace rápidamente por una carretera moderna y bien asfaltada, pero la antigua ruta, serpenteante, estrecha y dramática, permite recorrer el angosto Valle de Ounila, donde el milagro verde de la vida se hace patente de nuevo entre kasbas, mezquitas y modestas casas de adobe. Son pueblos centenarios, abrigados y bendecidos por pequeños manantiales, en cuyo entorno crecen árboles y tierras de cultivo. El más extraordinario de todos ellos es Aït Benhaddou, ya casi en el llano, asentado en las faldas de un cerro coronado por las ruinas de una extraordinaria fortaleza medieval. El conjunto es tan pintoresco que ha sido inmortalizado en numerosas películas, desde Lawrence de Arabia hasta Jesús de Nazaret, pasando por la Sodoma y Gomorra de Orson Wells.
Por Ourzazate pasé sin bajarme del todoterreno. ¿Para qué? Es un inmenso plató de cine, una especie de Parque Temático hollywoodense, donde todo aparece tan limpio, tan nuevo, tan perfecto y tan decorado que no te lo crees. Apenas lancé una mirada a los gigantescos Estudios donde se filman casi todas las películas que tienen que ver con el desierto y continué mi camino siguiendo el curso del Dades, ese río milagroso que esconde sus aguas en un vergel, lo que casi parece un milagro entre los dominantes tonos ocres del paisaje que atraviesa. Curiosamente, el escaso caudal que arrastra forma una represa, una especie de lago surrealista cerca de Ouarzazte. A partir de ahí, se denomina río Dráa, tradicionalmente el más largo de Marruecos, que desembocaba en el Atlántico, aunque en los últimos siglos desaparece en el desierto cerca de la frontera con Argelia y sólo en años de mucha lluvia parece recuperar su curso primitivo.
Fue un placer llegar al Xaluca Dades, el mejor hotel de la región, plantado en lo alto de la colina como si fuera una enorme kasba. Desde la terraza de mi habitación contemplaba el pueblo con sus casas encastradas en la ladera, mimetizando perfectamente los colores del paisaje, y el trazo verde del río, que llena el fondo del valle de palmeras y trigales. Es una constante en esta zona bereber construir sobre las laderas para dejar toda la tierra fértil a los cultivos. Fui recibido como un maharajá a mi llegada, con tambores y canciones. Me di un baño en la piscina; después, un masaje que me supo a gloria en el propio hamman del hotel; cené, por fin, una ensalada fresca y un tayin de verduras al vapor y me preparé para la dura jornada que me aguardaba al día siguiente, sintiéndome afortunado de poder disfrutar de una base tan acogedora para mis correrías por las gargantas del Dades. Algún día contaré la historia de Luis Pont, el barcelonés que ha sembrado esta parte del desierto de oasis de cinco estrellas para que todo el mundo pueda visitarlo con garantías y confort.
No salimos tan temprano como yo hubiera deseado, pero nadie le da órdenes a un bereber. Mohamed, el chófer/guía que me iba a mostrar los rincones más bellos y menos trillados de esta parte del Sahara, decidió que ‘a las nueve’. Yo le sugerí que preferiría salir a las siete. Me pidió que escribiera el número con el dedo sobre el salpicadero. Cuando lo hube hecho y lo hubo comprendido, dudó un momento, pero enseguida determinó: ‘a las nueve’. Y a las nueve fue. Descendimos hasta encontrar la mancha verde del río y, siguiendo su curso, nos adentramos en el Alto Atlas atravesando pueblos con casas de adobe agarradas a unas laderas cada vez más estrechas y empinadas. El paisaje era cambiante en su monotonía ocre y verde. De pronto, sorprendían las ruinas de una imponente kasba dominando la garganta desde un cerro. Más allá, un grupo de mujeres se afanaban en segar con hoces un pequeño campo de trigo. La carretera, siempre por lo alto, era un mirador privilegiado de las extraordinarias formaciones rocosas que se iban estrechando hasta el punto de obligar al camino a trepar por las desnudas pendientes con eses de beodo. Lo único verde que se veía aquí eran las aguas del Dades, encajonadas entre paredes de vértigo. Colgando como un balcón en lo más alto, un pequeño hotel asomado al abismo nos ofreció el abrigo de su terraza para contemplar la garganta en todo su esplendor. Reconfortados con un te de menta, volvimos en silencio hasta el Xaluca Dades. Mañana será otro día. Mohamed me prometió que nos adentraríamos en una zona sin carreteras ni caminos, al albur, como a todo explorador le gusta. ‘¿A las ocho?’, le pregunté tímidamente, dibujando el número con el dedo sobre la mesa. ‘No, a las nueve y media’.
Foto de portada: Dramática vista de la carretera que serpentea por la Garganta del Dades/ Foto: F. López-Seivane
Las imágenes que ilustran este reportaje han sido tomadas con un cámara Fujifilm, serie X T10
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