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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Un día en el fin del mundo (civilizado)

Un día en el fin del mundo (civilizado)
Francisco López-Seivane el

Puerta de entrada al mundo tribal que se extiende por el sur de Etiopía, Arba Minch es, además del aeropuerto más meridional del país, la última frontera entre el mundo ‘civilizado’ y las numerosas tribus que viven al margen del progreso en los valles del Omo y del Rift, muy cerca ya de Kenia. Su propia situación, en lo alto de la escarpadura, la convierte también en una frontera geológica, asomada a la inmensa falla. Para que lo entiendan mejor, y como ya anticipaba en una crónica anterior, el hipotético día en que la parte oriental de África que delimita el Rift se separe del resto del continente, Arba Minch quedará asomada al océano, faro y vigía del mundo que se aleja.

Cabañita en un hotel de Arba Minch asomado al Rift/ Foto: Fco. Lopez-Seivane
Mirador asomada al Parque Nacional Nechisar/Foto: Fco. López-Seivane

Todo es anodino en esta ciudad hasta que uno se asoma a la asombrosa inmensidad que se extiende ante la vista. Situada en una balconada privilegiada sobre la falla, tiene a sus pies a dos de los lagos más grandes y bellos de los muchos que se suceden en el Rift, el Abaya y el Chamo. Ambos están separados por una montaña conocida por los lugareños como ‘El puente de Dios’, que forma parte, junto a la cabecera de ambos lagos, del Parque Nacional Nechisar. No hace falta decir que la mente se expande ante tanta belleza y grandiosidad. Todo viajero siente allí que está a punto de entrar en un territorio, geográfico y espiritual, desacostumbrado y lleno de retos. Por eso Arba Minch (“Cuarenta Fuentes”) no es una frontera más, sino el último bastión civilizado antes de adentrarse en ese misterioso mundo en el que el tiempo se ha detenido hace muchos siglos. Y, sí, tiene cuarenta fuentes que brotan formando charcas y estanques, en los que es una gozada refrescarse. Es gratis, desde luego, pero hace falta permiso.

En este magnífico mirador de Arba Minch, frente al ‘Puente de Dios’, uno siente que se encuentra en una auténtica frontera/ Foto: Fco. López-Seivane

Navegar por el lago Chamo requiere también permisos y pagos, ya que está dentro del Parque Nacional. Los guías se encargan de los trámites y pronto aparece una barquita junto a un precario pantalán. El paseo es glorioso. Las orillas están llenas de bellísimas aves, algunas de las cuales uno no había visto jamás, ni siquiera en fotografía. No se trata de pajaritos, sino de aves de gran envergadura y hermosos colores que no parecen estresarse por la presencia de extraños. Sobre el agua asoman, aquí y allá, las cabezas de enormes hipopótamos que se solazan lejos de la orilla. Yo les he visto muchas veces en otras regiones de África, bañándose en familia en las orillas de ríos y lagos, pero jamás había contemplado hipopótamos solitarios emergiendo, como enormes cetáceos, de lo más profundo de un lago. En tierra, se les considera uno de los animales más peligrosos del mundo, pero en cambio aquí, en aguas profundas, se muestran pacíficos e indiferentes a la presencia humana.

Un pequeño grupo de turistas avanzan por una precaria pasarela hasta el barquito que recorre el lago Chamo/ Foto: Fco. López-Seivane
Barquito con turistas recorriendo el lago Chamo/ Foto: Fco. López-Seivane

Hermosa ave buscando su almuerzo en las orillas del lago Chamo/ Foto: Fco. López-Seivane

Familia de pelícanos en las riberas del lago Chamo/ Foto: Fco. López-Seivane
Un hipopótamo solitario emergiendo la cabeza para respirar en mitad del lagoChamo/ Foto: Fco. López-seivane
Un pescador solitario en su diminuta embarcación/ Foto: Fco. López-Seivane

Lo que más atrae a quienes navegan por el Chamo suelen ser los cocodrilos. Son de gran tamaño y tienen su hábitat en la desembocadura del río Kolfo. A ese lugar se le conoce localmente como Mercado de Cocodrilos, un nombre absurdo y desafortunado, que evoca un comercio de animales o pieles que no existe ni por asomo.  En cambio, al otro lado de “El dedo de Dios”, ya en el lago Abaya, si que existe lo que se conoce como Rancho de Cocodrilos, una especie de granja que suma unos diez mil saurios en sus instalaciones, la mayoría menores de un año, y cuyo propósito declarado es estimular lo que denominan eufemísticamente la ‘industria’ del cocodrilo, así como educar al público sobre su importancia ecológica y económica, que incluye naturalmente el comercio de pieles y la explotación turística.

Por extraño que parezca, uno de los descubrimientos más extraordinarios que hice en Arba Minch fue el de la moringa, un árbol de pequeñas hojas con tantos nutrientes y virtudes que no me queda espacio para enumerarlos todos. Baste decir que en Etiopía lo llaman ‘El árbol de Dios’, por la cantidad de vidas que ha salvado en épocas de hambruna. En un restaurante asomado al infinito comí por primera vez estas hojas milagrosas: primero, crudas en ensalada (frescas y jugosas); después, cocidas como si fueran espinacas (extraordinarias); y finalmente, hervidas en infusión. Al indagar en internet, ya supe que se trata de una alimento de moda que se vende en los herbolarios de todo el mundo. Un kilo de moringa en polvo viene a costar en Arba Minch unos céntimos de euro. En los herbolarios de Madrid también puede comprarse moringa en paquetes de 200 gramos, pero al escandaloso precio de 24 euros, o sea, 120 euros el kilo.

Hojas de moringa, el ‘árbol de Dios’/ Foto: Sonia Givray

Y tras este día tan especial en un lugar tan extraordinario, me dispongo a viajar en el tiempo al encuentro de algunas de las tribus más remotas del mundo. Lo iré contando en próximas crónicas.

 

 

 

 

 

 

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